Los primeros autos entraron al recinto; pero él no venía en ellos. Casi de inmediato, un segundo grupo de transportes llegó a toda velocidad, y el equipo principal de la escolta desmontó con rapidez.
Fidel emergió entre ellos y quienes los esperaban en la casa de visita de Caballería, en el municipio holguinero de Cueto, al verlo de repente entre la nube de vehículos y personas, por un momento tuvieron la sensación de no saber a ciencia cierta de qué auto se había bajado el líder de la Revolución.
El Comandante saludó a todos, y a Juan Manuel Castaño Gainza (Geñito), el administrador de la vivienda, le preguntó dónde había una mesa para poder escribir. Lo llevaron a un recinto que quedaba entre el comedor y el salón de reuniones; pero Fidel se decidió por el comedor.
Mientras se sentaba pidió un poco de agua y una máquina de escribir, que debieron traer con toda urgencia de la sede municipal del Partido porque en la casa de visita, en ese momento, no había ninguna.
Con su estilo directo, donde era visible la huella del periodismo que practicó en su juventud, Fidel terminó de escribir el documento que horas más tarde del 19 de febrero de 2000, se leería ante una multitud que lo conocería como el Juramento de Baraguá.
Hoy se cumplen 25 años de aquel hecho. En aquellos días, el pueblo de Cuba reclamaba la devolución de Elián González Brotons y justo en el momento en que se conoció el discurso, la batalla estaba en un punto de inflexión.
Hacía poco se habían conocido las declaraciones de altos funcionarios del Gobierno de Estados Unidos donde se reconocían los derechos del padre frente a unos familiares, que, apoyados por la industria de la contrarrevolución, habían declarado al niño como asilado político y forceajaban a brazo partido por mantener la custodia ante las ventajas económicas que podían obtener del caso.
Sin embargo, junto al tono favorable de los anuncios se encontraba una carta escondida, y era la de apostar porque las denuncias terminaran, vencidas por el hastío que implicaban los vericuetos jurídicos.
Ante la jugada, desde los Mangos de Baraguá, donde Antonio Maceo había lanzado su protesta de leyendas, el país respondió con un manifiesto, cuya idea central era muy clara: no nos cansaremos. Y no se hizo hasta que el 28 de junio de 2000 el menor regresó a Cuba en brazos de su padre.
Sin embargo, basta mirar el documento para comprobar que su sentido se mantiene. Hoy de nuevo se apuesta a un cansancio, combinado con una implosión del sistema político cubano. Mientras por una parte se insiste en las falencias para conducir la economía, por el otro lado se oculta lo más perverso: el recrudecimiento de las medidas para ahogar al país.
Ya desde el último triunfo electoral en la nación norteña, los pronunciamientos no se hicieron esperar, y los últimos aseguran, con las complacencias de un vampiro, que las nuevas medidas serán muy creativas.
No hace falta ser un especialista en relaciones internacionales para descubrir que detrás de esa alegría se acaricia la opción militar en caso de que la vía del cansancio asistido fracase.
Por lo tanto, lo que ahora se prepara no es inédito. Carlos Marx decía que la historia se repetía, primero como tragedia, y luego como farsa. Si se fuera a tomar de forma literal la frase, se diría que hoy estamos ante una farsa tétrica; cuyos peligros no pueden ser subestimados para no caer tampoco en una de sus trampas mayores, que son las de la intimidación.
El escenario interno de Cuba es angustioso, y la épica colectiva pasa por esas heroicidades internas y anónimas de las personas de bien que forcejean con salarios simbólicos y chapucerías burocráticas para que el país respire.
¿Los creativos de enfrente han tomado en cuenta a esa multitud callada? ¿Lo hicieron la vez anterior cuando decretaron el rosario de medidas, mantenidas con júbilo en plena pandemia de la COVID-19 por quienes los sucedieron en el cargo?
Una vez más la historia se repite, sí. Pero por uno de sus costados no es de tragedia ni de farsa, sino de autoridad moral. Y ella ilumina desde Baraguá, una vez más.