Todos quienes conocen su aporte a la verdad, le agradecen. Y habrá que seguirlo haciendo, porque la huella del paraguayo Martín Almada vuelve a servir a la humanidad hasta en el momento de su indeseada muerte.
El fallecimiento en su tierra natal del hombre que, disfrazado de fiscal, tuvo la osadía de penetrar en los locales que fueron de la dictadura de Alfredo Stroessner, otra vez nos recuerda que el terrorismo de Estado instaurado por los regímenes militares en América Latina fue real, así como es absolutamente cierto que se aliaron para reprimir, en un conciliábulo protegido y aupado desde Washington que traspasó las fronteras nacionales, y persiguió con saña a toda una generación de jóvenes cuyo único delito era ese: una edad que los ponía en condiciones de constituir su «oposición».
¡Cómo olvidar a la maestra uruguaya Sara Gómez, detenida en Argentina por un militar de su país, el mayor Gavazzo, y sus años de búsqueda hasta dar, 26 años después, con su pequeño robado a los 20 días de nacido, Simón Riquelo!
O las complicadas y largas indagaciones del poeta argentino Juan Gelman para poder hallar en Uruguay, ya convertida en muchacha, a su nieta secuestrada cuando beba: Macarena.
No es cierto que las decenas de miles de asesinados, desaparecidos o torturados eran todos militantes de izquierda, aunque los criminales dijeran que «luchaban» contra la subversión y el comunismo. Se llevaron a estudiantes, maestros, periodistas, activistas sociales, profesionales, muchachas embarazadas...
Al sacar a la luz cinco toneladas de legajos de los militares en 1992, Martín Almada fue el primero en develar la existencia del Plan Cóndor. La apertura de los Archivos del Terror facilitó las pruebas que permitirían, algún tiempo después, el ejercicio de una justicia todavía menguada cuando fueron derogadas las leyes de impunidad en países como Argentina, donde el Punto Final y la Obediencia Debida habían obligado a la ciudadanía a convivir en las calles con sus represores durante años de agravio, tras el fin del régimen militar.
Con menos fuerza, los juicios a los asesinos y torturadores también se efectuarían en Chile y, contadamente, en Uruguay. En Paraguay, donde el propio Almada fue apresado y víctima de los tormentos ocasionados por sus torturadores, los procesos judiciales han sido casi nulos. Apenas este año acaba de celebrarse la primera vista oral y pública a un expolicía torturador. Otros siete fueron juzgados en 1990. Y ya.
La verdad y la justicia siguen siendo necesarias.
Las pruebas obtenidas por Almada y declaraciones posteriores demostrarían que, en agosto de 1975, el tenebroso jefe de la Dina chilena, Manuel Contreras, convocó en Santiago a los jefes de la inteligencia militar de Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay para formar «una central de inteligencia», y establecieron un «plan contra la subversión».
El fin era compartir información para rastrear y eliminar a «enemigos» políticos de izquierda, hacer operaciones conjuntas contra ellos y «repatriar» a los detenidos.
Estados Unidos, bajo la consejería del entonces secretario de Estado Henry Kissinger, los apoyó y protegió con todo.
La afilada y sangrienta garra del Cóndor llegaría hasta Washington, donde perecieron víctima de una bomba colocada en su auto el excanciller de la Unidad Popular en Chile, Orlando Letelier, y su asistente, Ronni Moffitt, en septiembre de 1976.
Todo aquel pasado tan reciente, en que todavía hay madres que reclaman a sus hijos desaparecidos y abuelas buscando a su prole secuestrada e ilegalmente apropiada por otras familias —a veces en otras naciones, con un desarraigo total—, quiere ser manipulado por quienes aspiran a tergiversar los hechos; pretender que no ocurrió; convencer de que el terror fue solo «un mal necesario». ¿Acaso es otra arremetida, ahora mediática, contra «la oposición»?
Frente a ellos se yerguen figuras como la de Martín Almada, un luchador por los derechos humanos que, al decirnos adiós, acaba de dar otro aldabonazo a las puertas de la memoria.