Todo parecía ir de maravillas en aquella entrevista. El hombre hablaba con orgullo de su parcela y del sudor con el que había hecho germinar semillas y esperanzas, hasta que, en el fervor de la charla, llegó la pregunta: «¿Cómo te llevan los robos?».
El campesino apretó los ojos, hizo una mueca y cerró, como en acto de reflejo, los puños. «Nos están golpeando fuerte, muy fuerte. Roban más que antes, mucho más. Ya es demasiado».
Entonces, con la voz cambiada, enumeró las noches de vigilia dando vueltas por la finca, la vez en que atrapó in fagranti a un sujeto en plena madrugada cortándole unos plátanos «nuevecitos», la ocasión en que condujo a un ladrón ante las autoridades y algunas horas después lo vio en fechorías similares cerca de esos propios sembrados.
Escuchándolo, me transporté a otras historias de hurtos y piraterías en nuestros campos: la de Luis, cuyo maíz fue reducido a muy pocas mazorcas una noche de luna llena; la de Norberto, que sufrió el hurto de su infaltable yunta de bueyes; la de Domingo, quien corrió entre surcos tratando de atrapar a un bandolero y estuvo a punto de sufrir un accidente.
Pensé en el sacrificio indescriptible de Tony —mote con el que nombran al destacado agricultor de la entrevista— o en el de otros que apenas pueden dormir en tiempos de cosecha; también en la maldad sin par de aquellos que, echándose aire en cualquier parte, esperan ver crecer los productos ajenos para llevárselos sin un mínimo cargo de conciencia.
Cuánto dolor ha de experimentar una persona que consume su reloj en engordar tomates y animales, y en un pestañazo es despojada de esos bienes como si no ocurriera un hecho abominable, tremendo. Así me dije mientras veía la tristeza en la mirada de Tony.
Recordé la época en que mi madre, en el entonces caserío de Cautillo Merendero (ahora poblado), soltaba las gallinas entre herbazales y estas retornaban con sus pollitos recién nacidos en fila. Evoqué la etapa en la que no había que amarrar ni encorralar los cerdos en nuestros campos, esos que hoy son azotados a menudo por las referidas plagas humanas.
Tales reminiscencias son aplicables a la ciudad, donde era difícil encontrar relatos de bicicletas arrebatadas, celulares quitados o casas irrumpidas con personas dentro, temas que pudieran profundizarse en siguientes trabajos periodísticos.
Sé que la vida ha cambiado hasta límites insospechados, que la escasez a veces nos supera; que en tiempos de crisis afloran más rateros, delincuentes, malhechores. Pero también sé que mucho tiempo atrás, cuando había mayor precariedad, los robos no estaban a la orden del día, acaso porque los pocos que ocurrían eran castigados con una severidad extrema.
El único camino para superar un problema es conociendo su existencia, se ha dicho muchas veces. Esta verdad nos debería llevar a no usar orejeras, a pensar cuáles serían las fórmulas y los modos efectivos, lejos de consignas o fiebres ocasionales, para luchar contra ese flagelo que hoy amarga los días de Tony y de muchos otros más allá de los campos y ciudades. En esa batalla, que debería ser integradora y multifactorial, nos va la propia existencia.