Más que levantar copas acristaladas, prefiero afincar los pies en el suelo amado y reafirmarme en la lucha por la vida y por esa condición salvadora que llamamos esperanza.
Soy optimista, aunque ya nada será igual: el mundo es otro tras la pandemia de COVID-19, que provocó pavor y muerte por millones, que obró la contracción de tanta alegría. Nuestra aldea redonda, giratoria y solitaria, mucho menos podrá ser mirada de igual modo desde el 7 de octubre último, tras el holocausto que empezó a sufrir el pueblo palestino a manos de Israel.
Mientras somos testigos indignados y perplejos de cómo la vida no está siendo respetada, Cuba —a la que el imperio tampoco le respeta la existencia desde hace décadas— busca todas las combinaciones posibles para seguir adelante. Abre una puerta y le cierran tres; se enfrenta incluso a las malas pasadas que le juega el cambio climático, al caos generalizado a nivel planetario; y afina su mejor arma —la inteligencia del pueblo— para que la suerte de sus hijos no se deshumanice.
Una pregunta golpea insistente a las puertas de nuestros pensamientos: ¿Por dónde anduviésemos en desarrollo si el enemigo jurado de la Revolución nos dejara pensar y hacer, nos dejara rearmar fábricas y comprar en condiciones de normalidad y nos permitiera entrar en la era de la modernidad y los colores?
Todavía maravilla que —sesgados sin piedad en el emprendimiento económico, perseguidos por la obsesión del norte que pretende nuestra asfixia— hayamos sido capaces de salvarnos del coronavirus con vacunas propias. Es una verdadera proeza en tiempos de paz que el Presidente de una nación convoque a sus científicos para salvar a millones de seres humanos, y que aparezca la respuesta con éxito rotundo y en tiempo récord.
Otro motivo de orgullo es que día a día, durante la pandemia, nuestros dirigentes monitorearon la disponibilidad de oxígeno medicinal, porque la máquina de hacerlo se había roto justo en medio de la mayor necesidad y el Gobierno estadounidense perseguía, con saña, la ruta de ese gas y de los ventiladores pulmonares, que tuvimos que terminar fabricando en suelo propio. Los responsables de defender la vida en Cuba perdieron el sueño, literalmente, tratando de «empatar» las horas con oxígeno, porque un rato sin él significaba la muerte para alguien enfermo en una unidad de terapia intensiva.
¿Y por qué contar lo anterior si no pertenece al año 2023? Porque algunos creímos que el triunfo alcanzado en el universo científico podría llevarse fácil y rápidamente a otros espacios de la vida nacional. Pero aún no ha sido posible: con sus bolsillos anémicos, Cuba ha tenido un 2023 muy tenso. Solo recordaré en este instante —porque forma parte de las decisiones que merecen ser contadas, y con énfasis— que la Isla ha hecho pausa en gran parte de su industria para que no falte la energía eléctrica en el sector residencial, para que la vida, en lo inmediato, no sea demasiado oscura.
Es tan buena Doña Cuba, que apretada por su cuello no deja de organizarse, de repensarse a sí misma, de abrir una ventana o una exclusa mientras el enemigo le cierra tres portones de un tirón. ¿Cómo le iría sin asedios, abriéndose paso en el mundo a través de competencias sin trampas? ¿Cómo serían sus calles, sus casas, sus parques, sus jardines, cada espacio breve desde el cual entretejer la felicidad? ¿Cuánto más harían los enamorados, los maestros, los médicos, todos los profesionales con vergüenza, los niños, los ancianos y las mujeres si el goteo de respirar y de crear estuviese libre de ese genocidio de Estado, tan real y dañino a nuestro corazón, que es el bloqueo?
Observo a mi gente, sus rostros y andar; escucho los refranes y la filosofía de la resistencia: el 2023 no ha sido un chiste, y en medio de todo seguimos diciendo «primero muerto que “desprestigiao”».
Afirma alguien muy querido que la palabra Vida debe llevar su primera letra en mayúscula; porque la Vida, de por sí, no es fácil, y porque Isla adentro exige ser una obra maestra de la ingeniería criolla, todo un arte de las ocurrencias y de la tenacidad…
Algo cardinal deja en claro este 2023 —y ojalá lo incorporemos de una vez y por todas—: nadie vendrá a regalarnos lo que necesitamos; nadie vendrá a hacernos los sueños. De nosotros, de nuestras manos e imaginación, nacerá la realidad deseada. Del esfuerzo tenaz y eficaz, de la creación, nacerá todo. No hay toques mágicos, ni milagros, ni cuernos de la abundancia. Nosotros… nos tenemos a nosotros, y siendo luchadores —literalmente luchadores, como esos compatriotas que este año obtuvieron medallas en competencias deportivas—, nos seguiremos inventando la vida en un mundo que no cree en lágrimas.
Yo, por estos días, afinco los pies en la tierra, más que levantar una copa acristalada. Lo hago terca, sonriente, pensando que la tierra puede darlo todo y que las luces en el alma pueden salvarnos de la barbarie; convencida de que, sin perder la condición de humanidad, la vida empieza donde quiera que haya un sueño, así como el mar empieza donde lo toquemos y lo descubramos.
Algún día contaremos qué ha sido esta era de batallas múltiples. Nuestros descendientes hablarán algún día de cómo, habiéndosenos negado el agua y la sal, encajamos las banderillas de la picardía y de la creación en el lomo de la bestia que tramó nuestra derrota —como si no supiéramos que Dignidad, por su grandeza y sentido, es también una palabra que lleva su primera letra en mayúscula. (Tomado del sitio web de la Presidencia de la República)