Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Y el lema es...

Autor:

Luis Raúl Vázquez Muñoz

Hace ya unos cuantos años, en las jornadas de preparación de una asamblea provincial, una funcionaria se mostró preocupada en los momentos finales.

«Acaban de avisar que viene Almeida», dijo. Por lo que explicó después, la inquietud no era solo por la exigencia, ahora redoblada en la organización del encuentro, sino en otro detalle sencillo, pero muy fuerte.

El problema, dijo, es que el Comandante de la Revolución no era complaciente con los planteamientos donde todo parecía bien y era capaz, muy a su estilo guerrillero, de empezar a hacer preguntas y observaciones para voltear el espejismo de beneplácitos.

En otras ocasiones podía llegar a ser tajante. Eran esos momentos en los cuales algunos sudaban frío, porque con un gesto este héroe de Alegría de Pío detenía la intervención y decía: «No sigas, que no estás diciendo la verdad».

Es decir, que con Almeida se sabía cómo podía comenzar una reunión, pero nadie podía asegurar el modo en que terminaría, mucho menos si el estilo era sobre la base de los floripondios.

Otras veces, y esto ya no era una anécdota de la funcionaria, sino de personas que trabajaron al lado de Almeida, el Comandante transformaba su severidad cuando le decían los problemas por las claras.

Su exigencia, entonces, se transformaba. No es que dejara de lado el rigor, pero la rispidez ante las edulcoraciones le daba paso a un tono serio, aunque cercano, de compromiso, de involucrarse con las personas en la solución de las dificultades.

Esos recuerdos vinieron a la mente después de escuchar una serie de hechos que tenían varios puntos en común, a pesar de haber ocurrido en diferentes momentos y lugares del país.

Los episodios se referían a asambleas y otros encuentros similares, los cuales se concebían bajo el criterio de presentar situaciones lo menos incómodas posibles o para nada conflictivas.

Llegados los casos se enunciaban las dificultades, pero con un tinte de entusiasmo en los que casi se clamaba la invitación para decir: «Y el lema es...».

En al menos un caso, según nos contaron, la organización llegó a los extremos de ensayar cada intervención y ajustarlas contra el reloj.

Ante esas situaciones, aparecía una pregunta: ¿qué hubiera hecho Almeida en una asamblea de ese tipo?

La interrogante nos conduce a otras: ¿qué tan dañina puede ser esa filosofía de trabajo para superar los momentos actuales que vive el país? ¿Sería capaz de fomentar la unidad y la participación de la ciudadanía? ¿Qué males genera ese estilo en la construcción de una sociedad socialista?

En uno de los videos mostrados por el Centro Fidel Castro Ruz en su perfil de Instagram, el Comandante en Jefe reconocía que los contactos directos con la población, sin afeites de ningún tipo, eran para él un manantial inagotable de sabiduría y de Revolución.

El origen de ese sentir se encontraba en un diálogo en el que la verdad no se ocultaba y el intercambio se establecía para acorralar problemas, no para acomodar jefaturas.

Esa autenticidad se afianzó en la vida cotidiana y ha caracterizado el actuar de la máxima dirección del país y de muchos dirigentes de base desde 1959, en lo que ha sido uno de los fundamentos de la Revolución Cubana en medio de sus aciertos y errores.

Quizá uno de los mayores peligros para la pervivencia de la Revolución esté en provocar una deformación de la realidad, que rompa o ponga en cuestionamiento la confianza del pueblo con sus dirigentes.

También en lastrar las cuotas de autenticidad que alimentan la participación popular y ella, a su vez, a la democracia de la sociedad, como mecanismo de control popular ante las chapucerías, las inercias y los abusos de la burocracia.

En ese sentido, el legado de Almeida es uno de los tesoros más inapreciables que tenemos hoy. Cuidémoslo, porque siempre hará falta, mucho más en los momentos difíciles.

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