Los inicios del curso escolar son días sui géneris. Es decir, para «emulsionarlo» en los términos del latín: son muy propios, se distinguen por encima de los demás.
Se diferencian de sus primos hermanos, por ejemplo, de la función que dan o amenazan con dar o premeditadamente piensan dar los más pequeños de la casa para seguir durmiendo la mañana o hacer de las suyas, como en el verano.
Por otro lado son sui géneris porque se convierten en días de rencuentros y también de cuentos. Cuando uno camina por el tumulto de muchachos, antes de iniciar el matutino de la escuela, uno puede escuchar preguntas y respuestas más o menos parecidas a estas:
«¿Qué tú hiciste?», «Ná, me fui pa'l campo con mi abuelo», «¿A dónde te llevaron?», «A la playa, al río», «¿Qué juego bajaste al teléfono?», «Muchacho, metí uno volao de carros»; «Oye, ¿y cuántas piedras tiraste?», Bueno, aquí no hay respuestas.
Los inicios de curso son días de descubrimientos. En ese comienzo, un alumno descubre a la nueva maestra, el nuevo puesto en el aula, las imágenes del nuevo libro de texto, el nuevo lugar en el listado o la nueva mejor posición para tirar taquitos. Es un momento de placer, sin dudas.
Aun así, el inicio de curso trae descubrimientos de otra naturaleza. Más íntimos o más públicos, según las personas que lo perciban. Más comprensibles o no. Con capacidad para despertar añoranzas o interrogantes. En ocasiones, muchas preguntas.
Es el caso de los niños o los jóvenes que llegan al aula, miran al lado y descubren un asiento vacío u ocupado por otra persona. Preguntan dónde está fulana o fulano y escuchan: «Se fue». Así de preciso: con dos palabras.
No es el no está o se cambió de aula o de escuela o se mudó de barrio o provincia. Es el otro «no». Un «no» más simple y tajante. El que impone la separación geográfica.
Con el otro «se fue», al menos existe, aunque nunca se concrete, la ilusión de un rencuentro. Con el segundo esa posibilidad se siente más remota. Es verdad que existe el WhatsApp o el Telegram o el Facebook o lo que sea con sus videos, fotos y chateos.
Pero hay algo más, y es el roce, el aliento, la sonrisa directa, lo carnal; la conversación en susurro del gran amigo que se fue; las confesiones de los primeros amores comentados en la acera del barrio; de los sueños, el recuerdo de los juegos de la infancia, que siempre son los mejores en la vida.
Sin embargo, en esos descubrimientos de ausencias, hay otros que nunca o casi nunca se mencionan y que a veces son más difíciles de concretar. Porque se habla de los que se van, pero también están los que se quedan.
No los que permanecen porque quieren irse y no lo hacen porque no tienen los medios para hacerlos. Son los otros. Los que no quieren irse por muchas razones.
Por sentido del deber, por principios, por apego a una idea: sí, porque esa gente todavía existe. O que no se van por una razón muy sencilla: porque no les da la gana de irse.
O como dijo hace poco el colega Iramis Rosique en un post contundente: «se quedan, anónimos, honestos, trabajando, salvando y haciendo funcionar lo que va quedando, para todos».
Porque en esta historia de inicio de curso, señoras y señores, están los otros y no me digan que no: los que permanecen. Los que mantienen en el corazón a los que se van por las razones que se sean. Los que guardan, junto con ellos, una parte de la memoria y anhelan, ruegan, sueñan, piden al más allá que el país sea mejor.
Por eso son importantes esos niños y niñas, esos jovencitos y muchachitas que hoy se hacen un millón de preguntas.
Porque ellos, entre muchas razones, son los que ayudan a mantener la presencia de los otros, los que se fajarán por ese país mejor y se enfrentarán a las burocracias cuando sean grandes, los que saludan la bandera o le ponen una flor a Martí también a nombre de esos otros.