Amparado en aquella famosa frase de «conozca Cuba primero y el extranjero después», he tenido el enorme privilegio de recorrer cientos de kilómetros dentro de la Isla y descubrir detalles ignotos de muchas de sus urbes más bellas. Me faltan algunas, lo sé, y ando aún con esa deuda en una mochila que reposa sobre mi conciencia, mas por motivos diversos aún no he podido llegar, por ejemplo, al extremo más oriental.
Sin embargo, de todas las ciudades visitadas guardo imágenes, enseñanzas y personas. Y también añoranzas, claro está. Porque a fin de cuentas, bien lo sé a estas alturas, nada define mejor a un sitio que su gente y sus recuerdos. Pudiera describir, si en pocos días uno puede llegar a retratar con certeza la esencia sentimental de alguien, las cualidades intrínsecas de cada pedazo de país.
En Granma, por ejemplo, encontré a las personas más serviciales que he conocido. Deambulé por casi todos sus municipios y un factor común pudimos notar los forasteros: la incondicional humildad y entrega de los residentes allí para tratar al visitante de la mejor manera. Vi gente de pueblo quitarse pertenencias materiales para entregarlas en beneficio de la imagen de su pueblo. ¡Cuánta sencillez hay en quien pone por delante la bondad a la ambición!
En Bayamo, por cierto, me sucedió algo que jamás olvido: iba caminando por una de sus calles principales con una pizza en la mano y, al terminar de deglutir aquel amasijo de harina que sació mi hambre viajera, dejé caer el papel encima de la acera. La reacción fue instantánea. Miré alrededor y solo vi basura donde yo mismo la había vertido.
Varios cestos me aguardaban en el camino y, por malas costumbres, tuve la automática e incívica reacción de salirme de aquel pedazo de papel embarrado de grasa allí mismo. Por suerte, el cargo de conciencia me dio una de las más profundas lecciones. Me agaché al instante, lo recogí y metros más adelante lo deposité en un contenedor. Si los bayameses no ensuciaban su ciudad, ¿quién era yo para romper con tan buenas prácticas?
En Santiago disfruté con la alegría que reina entre sus habitantes. Cerca del bulevar de Enramadas, en un parque frente a la Catedral, mientras saludaba a los clásicos «Chaguitos» y los fotografiaba para mostrarlos luego a mis familiares y amigos de Occidente, una señora «indómita» descubrió mi lugar de nacimiento y no dudó en recitar par de chistes de pinareños delante de los demás.
Por supuesto, fui el primero en reírme y, al final, aquella morena entrada en los 60 años se acercó y me dijo en voz baja, para que nadie más pudiera oírla: «deja que se rían, yo lo hice en broma, ustedes los pinareños son tremendas personas y en mi casa a partir de hoy tienes la tuya». Me abrazó y se perdió en la muchedumbre.
Anécdotas así pudiera contar muchas. Cada ciudad es un mundo aparte, aunque todas tengan en su quintaesencia esa cubanía rellolla de la cual jamás podrían apartarse. Y yo, sagitario al fin y al cabo, volveré a las carreteras cuando la situación me lo permita para seguir conociendo —y narrando— estos pasajes que enriquecen el alma.