Rolando Pérez Betancourt acaba de cerrar la séptima puerta de su vida para quedarse en la sala oscura de todos sus filmes predilectos. Y si el más allá existe, él debe estar ahora buscando a Eisenstein, a Chaplin y Kurosawa, a Fellini, Bergman y Buñuel, para comentarles, con ese escalpelo filoso del crítico de cine y la gracia esplendente del cronista hormonal, lo que fue sufrir y gozar; en fin, vivir, sentir y pensar en una isla amorosamente compleja y digna del mejor guión surrealista.
Rolandito, como el gremio lo bautizó para siempre por su terca juventud, nos dejó tras de sí una secuencia luminosa en el periodismo cubano de la Revolución. Su obra lo defenderá hasta el final de los tiempos, si es que se acaba el tiempo. Fue siempre una voz propia en el periódico Granma, al que le entregó todas sus ofrendas. Una voz resonante desmontando el hechizo de plata del séptimo arte, o en las entrelíneas de sus memorables crónicas, a su paso por el reino de esta isla.
Fue la lucidez y la pasión, con una extraña serenidad y el sosiego que dan las convicciones. Nunca calló su hondo pensamiento, ni su inquieto talante. Sus reflexiones, casi siempre capsulares y muy agudas, serán siempre un breviario de la honestidad que siempre necesitará la Revolución para no envejecer.
«Si la verdad es revolucionaria, si los periodistas cubanos son revolucionarios, tienen que aplicar esa verdad, aunque a veces se conviertan en sujetos incómodos», dijo en una entrevista. Reconocía que no es fácil hacer un tipo de periodismo a noventa millas del imperialismo, un periodismo que nos cuide de ellos, y al mismo tiempo sea lo suficientemente crítico. Era insurgente en su compromiso político, sin medias tintas ni simulaciones. Estaba donde quería estar.
Cronista mayor de todos estos años, Premio Nacional de Periodismo José Martí por la obra inmensa de una vida fecunda, Rolandito siempre fue fiel a sus orígenes humildes. Franco y directo, nunca padeció de esos vértigos y mareos de las alturas. Hombre y amigo, buena persona, caballero de una época épica, así de resonante. Hace mucho tiempo traspasó los umbrales de la historia del periodismo cubano, y sigue conminándonos a abrir con ensoñación esa séptima puerta sin pestillos en nuestra memoria.