«¡Menos mal que acabó pronto, porque esta pandemia es lo más letal que ha vivido el mundo desde hace siglos!», dice un señor sentado dos asientos detras del mío en un tren con destino a La Habana. Su compañera de ventanilla no le hace caso y se vira para las personas al otro lado del pasillo.
Un joven con apariencia bohemia le sonríe, y cuando el otro piensa que le dará la razón, saca un as reflexivo de la manga: «La COVID-19 no se ha acabado. Las vacunas la controlan, pero puede mutar y sorprendernos. Además, hay otras pandemias de las que ya casi no hablamos y han sido igual de mortales a largo plazo, y para esas no tenemos todas las respuestas aún».
El señor riposta en tono de entendido-despistado: «Ah, sí, el dengue, el cólera… ¿y cual más así de peligrosa?». El joven amplía su sonrisa y muestra algo que lee en su celular: «El VIH. ¿Usted sabe cuánta gente ha muerto en cuatro décadas?».
¡Justo lo que esta redactora necesita! En vez de seguir rumiando sobre qué arista nueva pudiera disertar hoy, me acomodo y escucho el espontáneo diálogo intergeneracional para medir cuánto han calado nuestras campañas educativas.
«En mi época eso del sida no era un problema. Existía, sí, pero como sabíamos que era cosa de un sector… peculiar, no nos cuidábamos mucho ni nos hacíamos pruebas», dice el temba.
«Por esos prejuicios heredamos una epidemia tan compleja, en lo biológico y en lo cultural —reprocha el joven—. A estas alturas no hay sectores ni conductas sexuales que estén libres de riesgo: cualquiera te saca un susto sin sospecharlo. ¡Y todavía mucha gente le tiene más miedo a la prueba que al virus! Siguen en su ruleta rusa y no les importa infectar o que los infecten. También de la tercera edad salen casos».
«¡Pero si el sida se evita con condones, y eso es lo más fácil del mundo de usar!», dice el mayor. «Difícil es conseguirlos —comenta alguien al vuelo—. Antes estaban a la patá y los niños los cogían para jugar». El pasajero locuaz asiente e indaga: «¿Y cómo hacen ahora los jóvenes para comprarlos?».
El muchacho ríe e intercambia con su compañera una mirada de entendimiento. Ella se inclina para opinar: «¡¿Los jóvenes?! Mire, mi padre, esa pandemia no tiene preferencias. Ustedes tienen que cuidarse igual. ¿No se da cuenta de que muchas personas de su edad contagiadas hace tiempo pueden estar activas sexualmente y sin síntomas gracias a los tratamientos antirretrovirales? Ah, y lo que se contagia es el VIH: el sida viene después. O no… depende del autocuidado».
El señor calla unos instantes. Se reclina en su asiento. Le da su celular al muchacho para que le busque la página que venía leyendo y hablan de otros temas en lo que mejora la conexión.
Mientras los observo, mi vecino de pasillo me mira con risueña insistencia. «¿Le interesa el tema, eh?». «¡Mucho!», le digo, y a punto de agregar que por razones profesionales me muerdo la lengua: ¿Acaso voy a declararme fuera de riesgo por tener una relación estable? ¡Tantas mujeres se perdieron en esa curvita y luego dieron positivo al VIH u otras infecciones!
Como dice un viejo bolero, todos tenemos un pasado… y sí, me vanaglorio de ser seronegativo desde hace años, pero es porque me chequeo cada tres o cuatro meses para donar sangre, y mi esposo también. ¿Cuántos en este tren pudieran compartir esa certeza? El temba conversador seguro que no…