La tarde del domingo 30 de junio de 1957 entró en la historia de la mano de la osadía, la impaciencia de la persecución, el compromiso alto, la sangre imberbe.
Esos tintes marcaron las últimas horas de tres jóvenes en la flor de sus vidas: Josué País García, el hermano pequeño de Frank, de solo 19 años; Floromiro Bistel Somodevilla (Floro), con 23 años, y Salvador Pascual Salcedo (Salvita), de 22.
No pensaban en morir. Fieles al deber con la Patria, se empinaban en las calles santiagueras en una acción organizada por el Movimiento 26 de Julio, que boicotearía la falsa imagen de tranquilidad que la tiranía pretendía dar al país al organizar un mitin en el parque Céspedes para reunir a connotados esbirros, como los senadores Rolando Masferrer y Anselmo Alliegro, cómplices de todas las atrocidades de Fulgencio Batista.
Trataban de ignorar la victoria obtenida dos meses antes por el Ejército Rebelde en El Uvero; así que el plan revolucionario era situar una potente bomba en la alcantarilla debajo de la tribuna. La detonación se escucharía por la radio en todo el país. Al producirse el estallido y la desbandada del público, dos comandos en autos saldrían a disparar al aire por unos cinco minutos en los alrededores. De cumplirse lo planificado, se asestaría un fuerte golpe al poderío castrense.
Ese era el plan cuidadosamente concebido, pero el azar haría cambiar la suerte. Al limpiarse la calle, al parecer el agua dañó el mecanismo del artefacto explosivo, situado desde temprano en la mañana. Tal imprevisto provocó el desconcierto entre los grupos revolucionarios, pues la señal acordada era la explosión.
La impaciencia se apoderó del temperamento impulsivo de Josué País, uno de los jefes de los dos comandos que debían entrar en acción en los alrededores. En medio de la espera se impuso el brío del joven revolucionario, que secundaron sus compañeros Floro Bistel, quien había cumplido prisión junto a él por los sucesos del 30 de Noviembre, y Salvita.
Iban en pos de cumplir la misión asignada, pero al entrar en el Paseo Martí el auto en que viajaban fue interceptado por una patrulla microonda que les ordenó detenerse. Ante la negativa de los jóvenes, los uniformados abrieron fuego, que los tres muchachos ripostaron. Un disparo alcanzó el carro de los revolucionarios, provocando su impacto contra un poste eléctrico al llegar a la calle Crombet (La Línea), donde otro patrullero los puso entre dos fuegos.
Cuando el automóvil, con una goma averiada, finalmente se detuvo —contaron luego vecinos de la zona—, Floro y Salvador estaban muertos, pero Josué, herido, continuaba resistiendo.
Dicen que salió del auto, se protegió tras un muro y siguió defendiéndose hasta caer abatido, pero con vida, y aun desde dentro del yipi donde lo metieron a la fuerza, continuó dando vivas a Fidel y a la Revolución.
Cuando horas después sus compañeros pudieron recuperar su cuerpo, encontraron las evidencias de que lo habían rematado. Así se lo harían saber a Frank, cuya primera reacción fue llamar a su otro hermano, Agustín, y prohibirle que realizara cualquier acción inconsulta. Luego expresaría su dolor en aquel cálido poema que tituló A mi hermano Josué, cuyos versos finales retratan sus sentimientos: «Cuánto sufro no haber sido/ el que cayera a tu lado /hermano mío. / Qué solo me dejas, rumiando mis penas sordas/ llorando tu eterna ausencia».
Josué, Floro y Salvador fueron velados juntos, los féretros iban cubiertos con banderas del 26 de Julio y los santiagueros los acompañaron coreando el Himno Nacional. Cuando a doña Rosario, que encabezaba la multitud, le sugirieron cerrar la tapa de la caja mortuoria, su respuesta fue: «Quiero que mi hijo vea al pueblo que lo sigue». Ese mismo pueblo acogió para siempre el ejemplo de tres vidas imberbes que supieron elevarse sobre su tiempo, y 65 años después son savia inspiradora para los nuevos.