Mientras no tiene rostros, la muerte es lo que le pasa a otros, una desgracia que duele en la fibra que nos emparenta con el resto de la especie, que nos recuerda la insoportable levedad del ser. Y nada más. Carga penas, pero no necesariamente entraña duelo.
Hasta que aparece la imagen de una vida, la intensidad de una historia personal y una mirada habladora. Hasta que lees, escuchas, sientes que la conoces y que pudo ser alguien cercano a ti. Que pudiste ser tú misma. O peor, que pudo ser un ser queridísimo, uno de esos sin los cuales no entiendes la vida.
Ahí es cuando entras en duelo, es decir, en dolor, tristeza honda, pena por quienes dejan un vacío enorme en el espacio familiar y social.
Algunos pidieron duelo nacional desde el primer día. Seguramente ya estaba la pena instalada en sus corazones. Pero, estas pérdidas tienen una singularidad. A diferencia de otros desastres, en la explosión del Saratoga siempre se pensó en sobrevivientes. Hasta el último día, la esperanza tenía rostros: más de uno podía aparecer con vida. ¿Qué hacer con esa alegría, por qué negarnos la celebración de la sobrevida?
Hoy, cuando han pasado las horas de incertidumbre y ya no queda escombro que escudriñar, cuando sabemos a salvo o al menos bajo atención especializada a los lesionados, llegó el momento del duelo compartido, del acompañamiento a los seres queridos que lloran a sus muertos.
Hay duelo en Cuba. Y hay, siempre habrá, solidaridad para aliviarlo. (Tomado de Cubadebate)