Fue mi día de esos en que suceden cosas que a veces creemos perdidas. Apenas amanecía y me disponía a ir tras las pistas de un asunto muy complicado en la ciudad donde vivo. Andaba con las alas caídas y decidí vestirme como si fuera para un teatro, para una discoteca, ¡qué sé yo!
El caso es que iba rumbo a una camioneta blanca que un jefe amable puso a mi disposición para trabajar, y mientras atravesaba el parque que separa a mi casa de la calle pasé frente a unas chicas con uniforme de preuniversitario, y una de ellas me lanzó un piropo: «Le pega el negro, tía…». «Gracias, cariño», agradecí. Y agregué: «Y a ti te va muy bien el azul y te queda bonito el uniforme…». La chica sonrió y me aclaró: «Pero no es lo mismo, tía, yo soy jovencita y usted una persona mayor».
«¿Y eso qué tiene qué ver? ¡O me estás diciendo vieja!», la interpelé. «Más o menos, tía… pero no se ofenda: está bonita y le queda bien ese vestidito negro, tan pepillo», insistió. «¡Ah!, gracias de nuevo», respondí a mi vez y seguí avanzando.
Cuando intenté abrir la puerta de la camioneta, un muchacho igual de azul (vivo frente al más renombrado preuniversitario de mi provincia) se me adelantó: «Disculpe, yo le ayudo». Abrió la portezuela del furgón, subí, y el chico me deseó buen viaje. Comencé a andar la ciudad con las alas levantadas por tanta amabilidad a mi paso, y en el corazón de la urbe, en el parque Martí, hicimos una escala. Apenas llevaba unos minutos esperando en uno de sus bancos cuando un vendedor de maní me brindó un cucurucho.
«Ay qué pena, pero dejé la cartera en el carro…», pretendí reclinar el ofrecimiento. «No importa. Se lo regalo», insistió el vendedor: «Gracias, mi vida», respondí, y justo cuando daba la espalda al hombre cayó sobre mi vestido «pepillo» el «regalo» de un pájaro negro que voló por encima de mí.
Iba a insultarlo verbalmente cuando un chico sentado cerca de mí, de unos 11 años tal vez, me hizo unas señas que no entendí. Tomó de su mochila un pomo con agua y restregó el falso de mi vestidito negro para librarme de la «gracia» del totí.
«Gracias, corazón…», dije, y me hizo otra seña. Sacó de su bolsillo un pañuelo blanco impoluto y mientras lo deslizaba una y otra vez sobre la tela mojada, hizo una señal de ¡listo!
«¿Sabías que eres muy bonito y amable?», le dije, pero no respondió… O sí: sonrió. «¿Cómo te llamas?», le pregunté. Buscó en la mochila una libreta escolar y me mostró su nombre escrito sobre la cartulina: Raulito.
«¿Eres mudo?», quise confirmar. Movió afirmativamente la cabeza y me hizo una señal que entendí perfectamente: Oía un poquito. No me pude aguantar, y entre sollozos le dije:
«Tú eres un niño especial y muy educado, ¿sabes?, y lloro porque me has arreglado el día, este y todos los que están por venir».
Volvió a responderme con una sonrisa. Me abrazó. Lo abracé fuerte. Nos «desabrazamos». Él estaba feliz y yo mucho más.
Me invitó a su casa, para que conociera a su familia. Por supuesto que acepté y le prometí ser su amiga para siempre.
En la noche nos volvimos a ver. No recuerdo haber sido tan puntual en otras citas. Raulito me había dibujado en un papel la ubicación exacta de su casa con otros detalles: «Donde comienza la calle principal de Polvo en el viento (así le llaman al barrio donde vive, bien al sur de la ciudad) hay una casa grande, bonita… esa no: sigues y a mitad de cuadra hay una pintada de azul, también bonita, grandísima, que en el portal siempre y a todas horas hay un hombre sentado vendiendo de todo. Pues la que está al lado, de ladrillos sin repello ni pintura, la única de la cuadra que tiene un jardín con muchas flores: esa es mi casa».
Con tal descripción no tuve ni que preguntar. Además Raulito me esperaba en el portal de su hogar humilde, sin lujos. Allí estaban también América, su hermanita de seis años, quien me regaló una rosa de su jardín, y sus padres, muy jóvenes. Un cuarteto precioso de mulatos de ojos verdes que tienen en común el haber venido al mundo sin la capacidad de hablar.
Nunca me sentí tan a gusto entre personas prácticamente desconocidas y con oficios tan diferentes al mío, pues los padres de Raulito son guardaparque y barrendera ella, y obrero agrícola él.
Fue un hermoso cierre para un día especial. Y claro: ¡qué van a importar los oficios, qué van a importar los sonidos donde la decencia y los sentimientos más puros son los que tienen voz y pueden dejar a una periodista sin palabras!