Recientemente, el curso regular diurno de la carrera de Comunicación Social de la Universidad de Las Tunas Vladimir I. Lenin celebró 15 años de fundado. ¡Qué raudo transcurrió el tiempo! Tuve la fortuna y la satisfacción de integrar su primer colectivo docente, un hecho al que le reservo un espacio de preferencia en mi relicario existencial.
Fueron muchos los buenos momentos que viví en aquel entorno académico, colmado de gente joven. No olvido mi primer día de clases. ¡El talento y la alegría ocupaban sitio en los pupitres! Traía preparada mi conferencia y ensayado el habitual discursito con el que algunos (malos) profesores procuramos impresionar y marcar territorio en el aula.
«Buenas tardes —saludé, muy serio y afectado—. Me llamo Fulano de Tal, soy periodista y voy a impartirles la asignatura Fundamentos del Periodismo. Espero que nos llevemos bien y no afrontemos problemas. Advierto que soy muy exigente y no tolero indisciplinas ni impuntualidades. Tampoco conversaciones en la clase. Al aula se viene a aprender, y no a perder tiempo. Así que…». Y bla bla…
Percibí que nadie me prestaba atención, así que la sensatez me conminó a cortar la cháchara. Fue el instante elegido por un alumno para soltarme, sin previo aviso, aquella insólita carga de profundidad. Me dijo, sin medias tintas: «Profesor, usted nos acaba de decir que es periodista, ¿qué opina del periodismo cubano actual? Yo lo encuentro en llamas. ¡No hay un periódico que se pueda leer!».
El inesperado recibimiento me turbó. ¡Y justo el día de mi debut! Pero fue solo un instante. Me recuperé y me dije que con mi réplica me jugaba el respeto y el crédito. No podía mostrar inseguridad y menos ligereza. Procesé lo que debía decir. Entonces tomé la palabra, y, sin teque expliqué, coincidí, critiqué, defendí, celebré, comparé, en fin…
Me dejaron hablar sin interrupciones, y tan pronto terminé, la motivación pareció incendiar a mi auditorio. El encuentro tomó otro derrotero y se desató un debate espectacular, con puntos de vista a favor y en contra de lo expresado por mi «inquisidor». Cuando reaccioné, habíamos consumido los 90 minutos de la docencia y hasta los cinco del receso.
Aquel día mi conferencia debió aplazarse, pero valió la pena. El debate resultó un compendio de aprendizajes y enseñanzas. Comprobé que enfrentar a jóvenes inteligentes, con preocupaciones legítimas, no admite improvisaciones, y que solo con preparación se puede salir airoso del trance. Al aula no se llega a vencer, sino a convencer.
En lo adelante, el aula devino escenario para hablar de los más diversos asuntos. No hubo noticia de actualidad que no comentáramos ni efeméride significativa que no abundáramos. Tampoco perdíamos oportunidad para vincular al periodismo con la literatura, el arte, el deporte o la política.
Con mis estudiantes llegué a establecer una relación de confianza y respeto que aún perdura. Nos hicimos amigos, que es una categoría afectiva superior. Siento orgullo cuando me los encuentro convertidos en profesionales, como relacionistas públicos o al frente de departamentos de Comunicación en empresas e instituciones importantes.
«Profe, quiero reorientarme hacia el periodismo», me dijo hace poco una exalumna. «El culpable es usted, por hablarnos tanto de esa profesión». Los dos sonreímos. Ella, por recibir mi beneplácito. Y yo, por haber conseguido que amara lo que el escritor Gabriel García Márquez, premio Nobel de Literatura, llamó «el mejor oficio del mundo».