¿Qué hubiese pasado en la Revolución si a Frank País García no lo hubieran asesinado el 30 de julio de 1957? Imaginemos a un Frank vivo en toda su estatura moral, elevada a niveles de leyenda en la veintena de su vida, en medio del torbellino surgido en 1959.
Con un Frank que nunca renunció a su credo religioso y siempre lo llevó con orgullo, ¿hubiesen ocurrido algunos malentendidos y dogmatismos respecto al sentir religioso, como señaló en una ocasión el compañero Raúl en una intervención pública desde sus funciones de Presidente?
¿Cómo hubiera sido el diálogo del joven revolucionario dentro de todas las estructuras de la sociedad para unir las propias zonas de los creyentes ante las maniobras oportunistas de determinadas jerarquías, que con el apoyo de la CIA y el Gobierno de Estados Unidos sembraron el luto en las familias cubanas?
Desde la certeza de los hechos brotan ejemplos de lo posible. Con Frank País esa posibilidad se hace más grande al comparar la desmesura de su obra con el poco tiempo de su vida, pues el 7 de diciembre del año de su muerte cumpliría los 23 años de vida.
¿En qué pensamos a esa edad? De Frank, persona humilde y de una fuerte ética desde la raíz misma de su existencia, se pudiera creer solo en la visión del joven arriesgado, impetuoso y temerario, porque a veces la épica —la vida en peligro, el desafío más tranquilo a la muerte— puede desdibujar al pensamiento y al ser humano que protagoniza el heroísmo.
Incluso en sus días finales rechazó las peticiones de Fidel de subir a las montañas para preservar la vida, y pudiera pensarse que era un ser que disfrutaba la adrenalina del peligro.
Pero, desde ese prisma, ¿cómo entender otros hechos más íntimos? El del muchacho (porque lo era) que en medio del acoso más terrible, salía a una hora determinada al techo de su refugio para que su novia América Domitrov lo mirara desde otra azotea en la distancia.
En medio del peligro, Frank no renunciaba a vivir; aunque se encontrara dispuesto a renunciar a la vida por una causa mayor. El propio Raúl lo calificó como el ser más noble y puro que había conocido; y lo hizo públicamente, no hace mucho, al informar de su defensa a una ciudadana, víctima en su centro de trabajo del dogmatismo de sus superiores, quienes censuraban la religiosidad de la mujer.
«¿Qué hubieran hecho ustedes con Frank?», les preguntó. Imaginemos, sí, el estremecimiento de los interlocutores; pero también pensemos en la otra dimensión. Porque esa interrogante, por sí sola y no solo por la autoridad moral de quien la hizo, sirve para estremecer estereotipos de toda índole: los de antes y los de ahora.
Donde dice religión, colóquense las palabras sociedad, generaciones, cambios necesarios y principios a preservar, y se tendrá el peso de la connotación de la pregunta para la Cuba de hoy.
Y ahí surge una de las vigencias del joven santiaguero: la de ser puente dentro de la diversidad para, desde lo plural, lograr la unidad; pero no unión desde la autosuficiencia, sino desde la consecuencia de los actos más humildes y la responsabilidad colectiva.
Allí, en ese punto, está el Frank de estos tiempos. Pequeño de estatura física, pero inmenso en una ética que se movía entre la firmeza y la ternura, entre el heroísmo y el amor. Un ser que, como Ignacio Agramonte, trascendió en esa estela martiana de ser, para todos los tiempos, un diamante con alma de beso.