Sería bueno, buenísimo, que la reforma salarial, una de las esencias del proceso de ordenamiento monetario y cambiario, para bien, enderezara ese árbol torcido desde hace un burujón de años que convirtió en letra infértil resoluciones oficiales destinadas a la comercialización agropecuaria.
Sin aderezos aterrizo. A estas alturas resulta inadmisible que continúen las ventas de viandas y hortalizas sin aplicar la venta de acuerdo con sus atributos, es decir, de primera, segunda y tercera.
Cuando las de diferentes calidades se venden mezcladas a igual precio, las mejores siempre las reservan para los amigos o el negocio por la izquierda, lo sabe hasta el Bobo de Hatillo, todos ganan, mientras el trastazo va a parar al bolsillo del consumidor que, de cierta manera, costea la deficiencia.
Hacerlo sobre la base de sus verdaderas cualidades, visibles a simple vista sin necesidad de acudir a un laboratorio o aplicar lupa, beneficiaría en primer lugar a las personas de menores ingresos y, por otra parte, incentivaría a los productores a lograr, en la mayor medida posible, cosechas de primera. Esto les garantizaría más dividendos a la hora de la venta a los comercializadores.
Tampoco descubriríamos el agua tibia, resulta una práctica de sello universal, conque usted pague en correspondencia con lo bueno, regular o malo. Pero lo paradójico estriba en que en nuestro país está legislado ejecutar estas compras de igual manera, al menos en enmohecidos acápites, porque en la cotidianidad brillan por su ausencia.
Consecuentemente, los precios máximos de venta a la población de productos agrícolas, refrendados por el Ministerio de Finanzas y Precios, determinan cuáles resultan los de primera, los de mayor costo, y aplican descuentos para los categorizados como de segunda y tercera.
Entre los elementos para fijarlos se considera las épocas de cada cultivo: la óptima, donde los rendimientos son superiores; y fuera de esta, en que disminuyen, y deben funcionar para todos los tipos de mercados agropecuarios, excepto los de oferta y demanda, a los que también deberían ponerles riendas.
Obvio, todo bien legislado, perfecto, gracias, pero a la hora de los mameyes, de comprar, los dos de inferiores remuneraciones nunca abundan, por lo menos hacia afuera de las tarimas; para adentro no sé.
Se llega al colmo de que cuando están en vías de echarse a perder determinadas mercancías tampoco les disminuyen ni un centavo.
Y qué decir de la añejísima costumbre de vender las viandas, enfangadas, granos tocados de bolitas de tierra, un peso adicional sobre la balanza que paga el consumidor, y todo se desliza incontenible, como lo más normal de este mundo bodeguero de acá, a cara limpia.
Hay que lograr, aunque sea mediante aterrizaje forzoso, que esos enmohecidos acápites sobre el comercio se revitalicen y los hagan respetar los encargados de esa función vital. Porque si no, para qué se legislaron. ¿Para desacreditar? Así de lógico, así de sencillo.