En algún minuto perdido entre las 11 y 25 y las 11 y 42 de la noche de este viernes 31 de julio, un avión despegó del habanero Aeropuerto Internacional José Martí. Hacía meses que no veía volar un avión y, en cuanto lo divisé buscando altura, pocos segundos después de abandonar la pista, salté del sofá y me precipité al balcón.
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Este ha sido un día del carajo. «Triste», fue la primera palabra que leí al abrir los ojos e «ingresar» en Facebook. Desperté a Laura y le dije: «Mira» y ella dio un breve sonido de susto, de queja. Yo volví a quedarme medio dormido y, al volver en mí, mi Laura, sentada en la cama, escribía párrafos y párrafos que luego abandonó.
«¿Estás hablando de él?», le pregunté casi sin abrir los ojos. Respondió que sí, minutos después cerró la computadora y sentenció «esto no me gusta».
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Recostado a la baranda, perseguí el recorrido de las luces intermitentes que subían y subían. Al perderlo de vista, salí disparado hasta el lado contrario del apartamento y abrí de par en par los ventanales.
Los del edificio del fondo advirtiendo a un loco empinado a punto de caer desde el cuarto piso y yo hipnotizado, calculando que aquel giro lento y monumental hacia la izquierda estaba teniendo lugar —quizá— encima de la bahía o posiblemente sobre mar abierto.
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En las redes y en el televisor, la noticia del día comenzó a comportarse como tal y fue replicada, reinventada, releída… Laura bajaba el rostro y comenzaba a llorar. Yo no sé consolar llantos y ella pasaba del dolor a la furia, argumentando que ese hombre merece el funeral del siglo y por ahora no lo va a tener.
«Me da mucha lástima», decía una y otra vez ante las imágenes de sus últimos meses. «Mira esos antebrazos, lo delgado que estaba. Escucha la voz».
Laura nació y se crió entre la obra de Eusebio. Yo llegué, como quien dice, tarde, después. Para mí era un gran hombre, un irrepetible, pero para Laura fue más, porque vio cómo su ciudad cambiaba la parte más derruída de su rostro y cómo, ante cada hazaña, la gente, con razón y orgullo, aseguraba: «Por aquí pasó Leal su mano».
Laura fue una de las niñas de Eusebio, de las que estudió en sus escuelas rescatadas, de las que se sentó a recibir declaraciones de amor en sus parques remodelados, de las que presumió ante los viajeros impertinentes de sus plazas y alamedas, de sus fuentes, iglesias, palomas, adoquines y hasta del «carné de identidad» de los perros callejeros.
Laura fue de las niñas alardosas y creídas que, sin pensarlo dos veces, levantaban la nariz para pronunciar «Eusebio», de las que se llenaban la boca poniéndole mayúsculas a cada letra de la palabra, como quien se enorgullece de tu envidia, como quien se regodea en la idea de: «Yo tengo a un Eusebio y tú no».
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Hay quien cree en el caminar del gorrión, en las plumas blancas de la paloma, en la herradura tras la puerta, en el trébol de cuatro hojas y hasta en las Naciones Unidas. Yo, cuando me di por vencido, volví a la sala y pensé, como quien acaba de presenciar algo extraordinario: «¡Qué cosa! Luces que parten… un avión».