MENDELÉIEV, mi hermano, con el mayor respeto y con el perdón de los alérgicos; pero hoy el personaje más querido de tu tabla periódica, el bárbaro de verdad, el sin cabeza, el sabueso (no de los Baskerville, sino de la COVID-19), el que nos da esperanzas al costo de parecer un fastidio, es el señor Cloro en todas sus denominaciones.
Cloroformo. Cloro a secas. Nitrato de Clorato de Amonio. Cloroquina Líquida. Cloro Chispa e’ Tren a la Carta. Clorato de Pepe Alejandro a la Sevillana. Permanganato de Ronquillo clorado a la Camagüeyana. Hipoclorito de Yuniel al 0,5 por ciento. Ácido Clorhídrico al nivel José-Aurelio-Paz-con-Nadie (y aquí se acabó el Cloro) o como quieran llamarlo en todas las mutaciones del Cl, su fórmula base.
En la concreta debemos ratificar, proclamar y enarbolar lo siguiente: positivo a las PCR y a la vida, él nos cuida, nos desinfecta, nos desentierra en la mano —casi como Indiana Jones en su última cruzada— los recuerdos de los chivos escritos en la primaria y, un poco más acá; las notas de amor a la novia del pasado; el grafiti para no olvidar los mandados en la bodega y los recados que algún día debimos dar.
De acuerdo con los sabios (y algunos no tan sabios, sino verdaderos monosabios) de esta pandemia, el cloro (con su santiguado higienizante) permanecerá un buen tiempo en el horizonte de los humanos. Incluso los Gobiernos con mejor gestión en la crisis del coronavirus no han dejado de recomendarles a sus conciudadanos que tengan el desinfectante a la mano, como una garantía para alejar la enfermedad.
Ya a finales de marzo, cuando la recuperación era la meta soñada de un corredor de fondo, los expertos del turismo mundial alertaban de un cambio en las maneras de viajar, donde los frascos con hipoclorito o su primo hermano, el gel bacteriano, serían un objeto común en aviones y hoteles.
Por lo leído en las noticias, la profecía se cumple por estos días, pues esos pomos están por todas partes y en todos los diseños y colores, y algunos huéspedes —seguidores de ciertos consejos— a su llegada al balneario podrán ser recibidos amablemente con un espray de hipoclorito. «Buenos días —les dirán—, ¿un poco de cloro, señor?». Psss, psss. «Muy importante: en las muñecas, señor». Psss, psss. «Perfecto». Psss, psss. «Échese entre los dedos, señor». Psss, psss. «Frótelos bien, señor». Psss, psss. «¿Quiere más cloro, señor? ¡No, no se lo tome, señor! ¡Señorita, una ambulancia, por favor!».
A lo mejor el agua no tomará esa dirección para alcanzar al río; sobre todo a partir de la experiencia dejada por algunos eventos en los que sí llegó. Sin embargo, lo confirmado una y otra vez con la precisión de un reloj suizo (recuérdenlo bien los ubicados en la fase cinco sin haber terminado la uno en todo el país), es que obviar a nuestro socio el Cloro ha sido una de las llaves seguras para abrir puertas a la pandemia y sufrir las angustias de las restricciones.
Y si no lo creen, pregúntenle a algún epidemiólogo por la inquietud vivida durante horas y horas en busca de las causas de los brotes y rebrotes, cuando todo parecía haber terminado en una localidad.
Algún día en algún laboratorio aparecerá la vacuna… Mientras tanto, cuando despertemos, el cloro estará ahí. Su olor nos acompañará un buen rato y, pese a convertirse en penetrante —en ocasiones irresistible—, es una de las señales para insistir y creer que hay más esperanzas que miedos, más luces que tinieblas, y que ese maldito virus salido de alguna esquina de los infiernos nunca podrá superar nuestra voluntad de vivir.