La rigidez cierra, en vez de abrir las puertas, una lección que, no por simple, siempre estuvo clara en el complejo proceso de la Revolución Cubana.
Cierto culto a la dureza, la inflexibilidad y la intolerancia, condicionada por las propias circunstancias de agresión y cerco en que debió sobrevivir el país, los errores de visión y cálculo en distintos ámbitos, y hasta por inflamaciones de idealismo, como reconoció en su momento el líder de la Revolución, Fidel Castro Ruz, sirvieron de pasto, además, a la burocratización desmedida y a otras «desmedidas» que ahora zarandeamos.
Resulta muy alentador ese acento en promover los incentivos, en vez de las prohibiciones, en las políticas públicas que remodelan el proyecto socialista, tal como quedó expuesto, una vez más, en los anuncios recientes acerca de la creación de una red de comercialización en la que podrán adquirirse numerosos bienes en monedas libremente convertibles.
Otra de las grandes bendiciones del proceso actualizador de nuestra sociedad, iniciado tras los dos últimos congresos del Partido, ha sido, precisamente, el de devolver a la Revolución unos de sus sentidos fundacionales, el de abrir oportunidades, muchas oportunidades.
Cuando las revoluciones persisten en crear incentivos, en vez de generar prohibiciones, alcanzan una fórmula especial de perdurabilidad, refería hace unos años, cuando todavía no se veían claramente las salidas a esta contradicción, cuyas delicadas consecuencias se pagaron con creces en otras experiencias socialistas.
Eran los tiempos en que, por mencionar un ejemplo, la palabra emprendimiento o emprendedores parecían vocablos malditos en nuestro ámbito, asumidos hoy con mayor naturalidad, pese a los intentos de no pocos enemigos de la Revolución de manipularlos con insidiosos fines políticos o los rezagos de la llamada vieja mentalidad.
No faltan, incluso, quienes presumen que el emprendimiento, con todo lo que de este vocablo se deriva, es una cualidad solo aplicable a un determinado sector social, cuando en realidad debía ser una condición generalizada, tanto del ámbito público como privado y cooperativo. Sin emprendedores ni emprendimientos es muy dudoso el éxito de cualquier organización.
Por ello es sensato seguir preguntándose sobre el daño que provocan los enfoques coercitivos, en vez de los preventivos y salvadores que se derivan de los incentivos.
Para no ir tan lejos en el tiempo, en el debate del proyecto de la nueva Constitución reflotó con fuerza la idea de aprobar una ley contra la vagancia, algo que recordaba de mis tiempos de adolescente, cuando las esquinas de nuestros barrios, como apunté en algún momento, comenzaban a engordar de cierto parasitismo, en este caso «intestinalmente» social.
La mejor solución a ese mal la estamos promoviendo en la actualidad, a partir de la pluralización del escenario de nuestra economía promovido por la apertura a formas nuevas de propiedad —desde las más individuales hasta las más socializadas—, proceso que debe acentuarse en los próximos años.
Con ello, junto a otras medidas para cambiar la empresa estatal socialista y encadenar trabajo, ingresos y prosperidad, dinamitamos viejas y absurdas trabas, transparentamos prácticas anteriormente satanizadas y creamos un cuerpo de incitaciones para unas fuerzas productivas urgidas de los anteriores y de otros poderosos estímulos para acabar de romper sus nudos gordianos.
Como demostración del éxito de este enfoque están los miles de jóvenes acogidos a las formas de gestión no estatales, las altas cifras de cultivadores de tierras en usufructo, o los maestros que regresan a las escuelas atraídos por el incremento salarial en el sector presupuestado, por mencionar algunos casos.
Ya alguna vez meditaba que a veces dejamos que los fenómenos se nos trastoquen en una secuencia peligrosa de acción y reacción. En una cadena descontrolada de «física social», en la que los desajustes son enfrentados más desde lo pasional o instintivo que desde lo racional.
Si la violencia u otros desajustes sociales se dispararan, inmediatamente algunos apuntarán que se requieren más policías, y que estos sean más beligerantes, y las leyes sometidas a un apretón de tuercas... en asuntos con soluciones más humanas y constructivas.
El resultado —alerté entonces— podría ser un Estado policial efímero, intrascendente, pero nunca un decoro permanente, duradero. Y no podemos olvidar que cuando José Martí inspiraba para Cuba una nueva república, la bautizó con el sagrado apellido de «moral». Pero una república moral —comenté— no se levanta reprimiendo, sino salvando.