Uno de los desafíos más complejos con que debe lidiar el arte hoy es el mercado. Los artistas cubanos no están exentos de esa realidad, ante la cual deben, inevitablemente, posicionarse. Algunos consideran como algo positivo producir teniendo en cuenta los deseos del público, no importa que en el proceso se deban hacer algunas concesiones. Otros, por el contrario, defienden que se debe crear un público para el arte y no a la inversa.
En este confuso panorama, surgen varias preguntas: ¿puede ser bueno un arte que se produzca con un enfoque puramente mercantil? ¿Puede el mercado ser una solución para el arte y los artistas? ¿Qué ocurre con aquellas manifestaciones que no sean rentables desde el punto de vista comercial?
Para responder estas cuestiones es preciso entender primero de qué estamos hablando. Muchas veces nos referimos al mercado como una fuerza ciega, que opera al margen de nuestra voluntad. En realidad el mercado no es más que la expresión de un conjunto de relaciones económicas dentro de la sociedad. Pero como la economía no existe por separado, estas relaciones tienen su expresión en ideologías políticas, prácticas sociales e, incluso, formas de hacer y comprender el arte.
Cuando un artista habla de producir según lo que el público quiera, puede no estar teniendo en cuenta el hecho de que, muchas veces, este gusto popular ha sido formado, o deformado, por los grandes consorcios de producción y distribución de enlatados artísticos. Así vemos por ejemplo que, en el caso de la música, géneros banales, simples, vulgares, difusores de valores y estéticas consumistas, se colocan en el gusto de amplios sectores de la población, por encima de otras manifestaciones más auténticas y con mayor valor artístico.
El cubano común es bombardeado constantemente por esta cultura de lo fácil, donde no es preciso grandes niveles de competencia para entender el mensaje, asociado muchas veces con una vida relajada, festiva y exitosa. Múltiples videoclips de artistas foráneos o nacionales que circulan de memoria en memoria o los que (en una contribución bastante discutible) difunde nuestra televisión, refuerzan este mensaje triunfalista.
El mercado es dominado por las grandes transnacionales del enlatado y producir para este gusto, considerando ingenuamente que es auténtico, espontáneo, no es más que engancharnos al vagón de la homogenización cultural y la cultura chatarra.
Por supuesto, el mercado puede divulgar a artistas y obras valiosas. Pero su concepto del valor de un artista o de una obra es diferente al que pudiera tener un espectador amante de la cultura. Por su esencia, el mercado solo es capaz de trabajar con mercancías. Las mercancías son producidas para el intercambio y solo se realizan y tienen valor en este.
Para esta lógica, el principal valor de una obra es, siempre, económico. Por eso, para convencernos de que una pintura es buena o de que un escritor o un músico lo son, nos dan primero la lista de cuánto costó la obra o cuántos libros o discos ha vendido. Los demás valores son, entonces, secundarios.
Si medimos el valor del arte solo en este sentido, nos encontramos con que existen vastos espacios dentro de la cultura artística de un país que no son, desde ningún punto de vista, rentables. ¿Están estas formas condenadas a perecer? En lo que a los intereses que determinan el mercado respecta, sí. Si una forma cultural tradicional o un género musical, literario, audiovisual, no son capaces de encontrar su nicho, pues no hay nada que hacer. Si pretenden nadar en contra de la cultura hegemónica, si luchan contra la homogenización cultural, pues merecen acabar en el olvido.
Debemos entender que, en el caso de la Mayor de las Antillas, la condiciones económicas pueden obligar a muchos artistas a recurrir al mercado, como una forma de lograr ingresos que les permitan vivir y realizar, en teoría, esa otra parte de su obra que es la verdaderamente valiosa, la destinada a salvarlos dentro del patrimonio artístico de la nación. Esto es una realidad inevitable en las actuales circunstancias de nuestro país. Pero sería ingenuo derivar de este hecho la conclusión de que el mercado puede salvar al arte.
Por difícil que parezca, no debemos renunciar nunca al proceso de educación constante de la sociedad. Educación en todos los sentidos, también en el de la estética. La formación de un gusto estético-crítico, única defensa efectiva en contra de los monopolios del entretenimiento, es también la educación del individuo en la belleza, en lo mejor de los valores y la producción artística de la humanidad. Es un paso importante en la formación de un ser humano pleno, emancipado y libre de conciencia que es la primera y más valiosa forma de la libertad. (Tomado del portal de la AHS)