No podría describir cómo fue la primera vez que me acerqué a un libro. Asumo que haya sido una de las experiencias más extraordinarias de mi niñez, porque sí me recuerdo, de seis años más o menos, hurgando en la parte baja del canastillero para sacar cuanto cuaderno deshojado, con media carátula o páginas ausentes, pudiese encontrar.
Había uno soviético que me atrapó desde el primer instante. Contaba la historia de un muñeco de madera que se metía en cualquier lío que apareciera a causa de sus travesuras. La llave de oro o Las aventuras de Burattino, así se titulaba aquel texto de Alexei Tolstoi, el culpable de que yo exigiera a mi madre, con insistencia, que leyera mis fragmentos preferidos. Recuerdo que, tras su lectura, me hice unas cuantas preguntas como: ¿por qué un libro tiene dos títulos?, ¿cómo un hombre puede tener la barba tan larga o confundirse cuando estornuda?, ¿existen las niñas de los cabellos azules?
Después vendrían las andanzas por la biblioteca de mi pueblo, donde salté de la sección infanto-juvenil a la de literatura para adultos con tanta premura que hoy, a veces, me arrepiento de haber quemado la etapa de leer algunos textos infantiles a los que me he visto obligada a recurrir luego.
Por eso, no me perdono el andar demasiado deprisa y no dedicarle el tiempo que merece un buen libro para calmarme, reír, reflexionar o transportarme a los recónditos parajes que solo la imaginación puede conquistar. No me autoabsuelvo, porque soy de esos seres que encuentran una sensación de placer al hojear un libro nuevo y sentir el olor fresco de la imprenta entre sus letras.
Y aunque todavía muchos insisten en la tan «reusada» polémica de si desaparecerá el libro impreso o si se vive una crisis de lectura en la juventud, resultó placentero para mí encontrar, en la reciente edición de la Feria del Libro en Holguín, muchísimos títulos que hubiese querido llevarme a casa y que vi en manos de niños, jóvenes y adultos mayores; numerosos eran clásicos de la literatura universal.
Claro, siempre hay quien compra mucho y lee poco. Incluso algunos textos carísimos terminan durmiendo el sueño de la eternidad, empolvados en un librero o en el fondo de una gaveta…
Dice un renombrado poeta y editor que, al menos, cuando alguien saca un libro de una estantería y se lo lleva a casa, este va tomando su justo valor, aunque nadie lo lea de inmediato, porque empieza a formar parte de la cultura de la casa, y ya está más cerca de las manos de un lector en potencia. Puede que tenga razón. De todas maneras, esa postura no me consuela demasiado.
Un profesor universitario, famoso por sus estudios filosóficos, asegura que hoy se lee más que antes, porque hay versiones digitales de novelas, poemas y otro tipo de textos que la gente carga en sus tabletas, laptops, móviles y otros dispositivos. Habría que ver hasta qué punto es cierto que se visita la (buena) literatura con esa misma constancia frente a una pantalla táctil que ante el papel.
Es difícil comprobar si hoy se lee más o menos. Quienes hoy no leen tanto —y una vez fueron olímpicos de la lectura— se escudan tras los precios, la absorción de la tecnología, la dinámica de la vida cotidiana… De hecho, hay anécdotas de madres que dieron a escoger a sus hijos entre un libro o una golosina. Eso, sin contar con que algunos profesores prefieren llevar al aula una versión digital de algún texto básico o alternativo, en vez de enviar a los estudiantes a la biblioteca, para que compartan los ejemplares que existen. Así de compleja es la problemática del libro y la lectura.
Por suerte, vivimos en un país donde los libros desbordan la Isla. Y aunque es difícil convencer a alguien de revisitar un hábito de tan alto vuelo como la lectura, yo puedo asegurar que a veces, cuando menos se espera, uno abre un libro y encuentra que la magia de leer continúa ahí.