Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El derecho de no ser pobres

Autor:

Luis Sexto

¿Cuánto? Esa es la pregunta recurrente, arete labial, que les cuelga a quienes sopesan, miden, estiman la vida en el volumen del bolsillo o la cartera. Son como personajes de Balzac: indiferentes e inescrupulosos. Prefieren el dinero como metáfora del mal. Cumbre de la tentación. Excreta de la noche. Y estiércol del diablo, como lo tildó el acidulado Giovanni Papini. Con el dinero financian las elucubraciones armamentistas, sufragan las guerras, pagan a la prensa «napoleónica» con la cual, de haberla concebido, el Gran Corso nunca hubiera perdido la batalla de Waterloo. Mas, seamos justos: también el dinero impulsa la resistencia, sostiene las revoluciones, extiende la solidaridad, incluso la caridad. Y opera como medio de relación y signo distributivo. Todavía la sociedad no le ha hallado un sustituto racional, práctico.

La culpa de sus desmanes no le pertenece en propiedad exclusiva. Hay responsabilidad en el que lo asume como espejo y lo pasea por la calle como suma del poder y la vanidad. El dinero es lo que vale, pregonan. Y, por supuesto, nada que no se obtenga con dinero, sirve. Para estos cajeros de la vida cotidiana, por favor, tenga usted la bondad, me podría ayudar, hermano, son fórmulas infantiles. Porque la sociedad, la vida, se entrega a los recios, a los que ponen precio a todo. Incluso a los otros. Y, desde luego, también exhiben su etiqueta de venta. ¿Cuánto me das? ¿Cuánto te doy? Esa es la consigna y su variante recíproca. Y para irse globalizando hasta lo mastican en inglés: How much?

Afrontemos una paradoja. Advierto que podrá disgustar, pero la experiencia social certifica que los pobres también necesitan el dinero. Y yo, una entre las personas que se inclinan hacia la izquierda —el lado del corazón—, coincido en defender el derecho de los pobres. Mas ¿qué derechos? Quizá estoy adentrándome en un asunto de alta o profunda teoría. Tal vez aburra a los lectores. Es probable que a pocos les interese una reflexión un tanto abstracta. Las ideas, sin embargo, nos sirven como armas concretas. Y todos cuantos hoy pensamos, escribimos, polemizamos sobre un mundo mejor, como suele decirse, hemos de depurar las ideas que escoltan, acorazan nuestra lucha. Cuando pienso en el derecho de los pobres —los últimos, según una terminología reciente—, insisto en precisar a qué derechos nos referimos. Porque el único derecho que yo no les reconozco a los pobres es el derecho de ser pobres, a carecer de los medios que fundamenten una vida decorosa. Y defiendo, por encima de todo, el derecho a dejar de ser pobres, que no equivale a proponer que todos seamos ricos a la usanza clásica: la riqueza como resultado de la injusticia. Y erradicar la injusticia es, precisamente, la tarea de los revolucionarios, sean de cualesquiera confesión religiosa.

Concuerdo con alzar la pobreza a un balcón de virtud. La pobreza como arte de humildad, antídoto del lujo, vacuna contra la prepotencia y la corrupción, diseño de la solidaridad. Estos valores espirituales o morales componen fines de un programa de mejoramiento personal, que tiende a perfeccionar la sociedad y que no incluye la pobreza como carencia, estrechez, o como dependencia de la dádiva, aunque el regalo provenga del Estado. Las lecciones de la historia están todavía muy cerca. Cierto «socialismo real y fracasado» pretendió hacer las cosas más simples, porque cuando elegimos desde la pobreza, vestir, calzar y comer se convierten en una operación menos engorrosa, más rápida y barata. Pero también más angustiosa y frustrante.

Quién dudará de que el hombre no pueda vivir sin esperanzas. Es una virtud teologal, atributo de la conciencia religiosa. Y es además una virtud humana, natural, social, de este mundo y de hoy y de cualquier tiempo. Todo individuo es sujeto de la esperanza. Y todo régimen social, por tanto, tiene que ofrecer la esperanza como sostén. En el capitalismo una minoría, que no enumero, la concreta, y muchos amanecen confiando en que, este día, será el de la fortuna, el del salto de la pobreza al bienestar. Esa actitud marca, orienta, hasta cierto punto, la subjetividad que a veces falta para cambiar las cosas. Es, desde luego, una esperanza engañosa y cruel, expresión de una política impolítica. Pero tan impolítica es la política que niega la esperanza o la aplaza. Un régimen con la esperanza cerrada no sobrevivirá a sus contradicciones.

Hemos de comprender, como «discípulos de la historia», que los manuales de la experiencia del llamado socialismo real trataban más bien de acomodar la vida que de acomodarse a las normas de la vida. De ahí brota la afirmación de que es necesario inventar, o reinventar, el socialismo. Y así nuestros sueños a favor de los pobres no implican —pues nos opondríamos a las verdades de la realidad— repartir entre todos la pobreza con cuyos valores precarios se amengua también la libertad. No todos pobres, pues. Más bien habrá que producir y distribuir en equidad la riqueza. La igualdad ha de concurrir, generalizarse colectivamente en una cita con las oportunidades no igualitaristas de bienestar. Y aunque cualquiera podría argumentar que esta fórmula no rebasa «el derecho burgués», yo preferiría empezar, continuar y consolidar la Revolución  mirando las flores que están debajo de mi ventana que añorar las que no se vislumbran en la lejanía.

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