Han llovido los años y, sin embargo, no he olvidado aquella película foránea protagonizada por el puertorriqueño Elmer Figueroa, es decir, Chayanne. Encarnó a un bailador santiaguero que, de visita en Estados Unidos, causaba sensación por sus contoneos.
Si aquel filme persiste en mi mente, no es por su mala factura o por las danzas del boricua, sino por una escena simple. Al encontrarse por azar con un villaclareño, el saludo, lleno de euforia, fue: «¡Qué bolá, asere!».
Grabé el pasaje en mi cerebro por todo el significado que encierra. No dudo que esa hubiera sido la frase empleada para el momento, aunque hay algo por encima del «qué bolá».
Sucede que en disímiles lugares de «afuera» —incluso aquí mismo— se ha llegado a identificar lo cubano únicamente con el lenguaje «suelto», la gestualidad desmedida, el desenfado y la jocosidad. Pero también desde otras latitudes se ha emparentado la cubanía con símbolos implantados: la mulata voluptuosa, el ron, el tabaco y, si acaso, el sombrero de yarey.
¿Por qué en el mundo algunos nos verán así?, me he preguntado en una fecha como esta, Día de la Cultura Cubana, jornada gloriosa en que las gargantas de Bayamo sembraron el himno patrio, duradero hasta hoy.
Y me he respondido que probablemente sea culpa de nosotros mismos. Porque muchas veces hemos dado esa imagen de «chachareadores» irreverentes o «mal hablaos», como dicen por ahí. Ha existido una construcción del cubano llena de «aseres», «moninas» y «consortes», «ambias» y «cúmbilas», «puras», «jevas», «locotas» y «ocambos», e, incluso, de brothers.
Y, en un proceso paulatino, hemos ido estrechando nuestras representaciones de la cubanía y pasando por alto hechos, emblemas y figuras que deberían identificarnos, como cubanos, en el mundo.
Sabemos que nuestros bailes, la cocina, el arte, la pelota... también forman parte de ella; mas no debemos estrecharla a lo uno o a lo otro. La cubanía es un concepto moldeable, perfectible, sintetizado en un conjunto de rasgos identitarios, formados en un largo proceso histórico, expresados en disímiles campos de la vida.
Sin embargo, no deberíamos hablar de esta obviando a Martí, a Céspedes, a la historia o a nuestra bandera, como ocurre en ocasiones. O, peor aún, que la identifiquemos con grosería, como nos alertaba hace poco, en la Ciudad Monumento, el intelectual Luis Toledo Sande: «La grosería es profundamente anticultural, contraria a la mejor cubanía», decía él, en conferencia que merece ser conocida por el país completo.
No se trata de renegar del «asere», ya pegado a nuestra cotidianidad. Pero hay tantas y tantas cosas en nuestra forma de ser... que es lastimoso que se nos vuelva solo «asere», baile, risa y jarana.
La cubanía es, al final, un deseo, una voluntad. Es, como decía el sabio Fernando Ortiz, sentir el misterio de la trinidad cubana: misterio por amar y poseer esta tierra (no importa dónde estemos), misterio por venir de ella, misterio por darnos a ella. Y ese misterio resulta más ancho que el Toa y más largo que el Cauto, y no lo deberíamos estrechar nunca, ni siquiera con la más grave de nuestras sequías.