Ser buena persona lleva tiempo. Y no porque haya que estudiarse normas de convivencia, miradas agradables o frases bienvenidas y complacientes. Ser buena persona lleva tiempo porque casi todas las acciones que demuestran la autenticidad de tal cualidad comprometen una buena porción de horas de nuestra rutina cotidiana.
El secreto está en dar lo que no tiene precio: nuestras horas. En postergar necesidades con tal de socorrer a quienes requieren una ayuda, en hacer un pequeño espacio en nuestras vidas con tal de tapar un enorme hueco en la de otros. Y obrar con gusto y no con la desagradable manía de andar gritándolo al mundo o recordándoselo a quien se consoló con nuestro desvelo.
De no ser por este sello de entrega total, las buenas personas serían fáciles de «camuflajear». Y lograría engañarnos cualquiera que anduviera pregonando cuánto quiere, extraña o apoya a alguien, sin que tanto verbo se completara con acción, sin que su verdadera bondad se confirmara en los malabares con su poco tiempo y escasos recursos, con tal de colarse dentro de esos segundos en los que cualquiera nos necesita.
Pero a la carrera como andamos, todavía existen quienes creen que eficiencia y valores humanos son dimensiones inversamente proporcionales, y que si dedican unos minutos a visitar a la amiga lejana, estarán despilfarrando ese rato en concluir aquel trabajo importante que le reclaman hace días, o postergarán demasiado su merecido descanso.
Y no es que haya que reírse de las urgencias laborales, mas tampoco se trata de saltar de maremoto en maremoto de exigencias y no dedicarle unos segundos a la calma de lo que amamos. Porque esa calma, cuando se ignora demasiado, puede alebrestarse tanto que termine abalanzándose sobre nosotros a modo de dolorosos reclamos.
Cierto es que las necesidades propias limitan un poco la voluntad de hacer. Que no podemos estar en el lugar oportuno tanto como quisiéramos ni entregar el sustento más útil del modo que quizá lo precise el afectado, cuando en casa tenemos otras dificultades que solucionar. Persiste la verdad martiana de que la prosperidad ayuda a la dicha y sin una a veces se dificulta la otra. Pero también se impone aquella de defender la utilidad de la virtud, esa máxima que nos muestra el camino del bien del modo más puro, y nos recuerda que si tenemos un don, lo importante es saber cómo ser útiles con esa cualidad.
Porque —pensémoslo por un momento así— si muchas de las excelentes personas que conocemos se dedicaran un poco más a sí mismas y a sus proyectos profesionales individuales, si se olvidaran un poco de lo que los rodea con tal de satisfacer mejor sus hambres… de seguro se convertirían en grandes genios ante los ojos de muchos que los dejan pasar inadvertidos por su «inservible» condición de buenos. Pero eso no es lo que queremos. Las preferimos siendo buenas personas. El mundo necesita a quienes se dan. Solo ellos crecen en todas las dimensiones.
Porque los husmeadores del talento frío, las máquinas de utilidad material a prueba de sentimientos, los que no reservan un segundo a la entrega al otro, quizá no tendrían cobija en sus noches solitarias de no ser por quienes se desvelan cada día puliendo inconscientemente su bondad, al costo de sus horas y su sacrificio. Esa entrega plena a cambio de nada es lo único que puede cambiarlo todo.