El siglo XXI se presenta ante nosotros signado por una vertiginosa y acelerada revolución de la ciencia y la tecnología, mientras que el planeta entero es timoneado como un inmenso Titanic espacial navegando hacia lo desconocido: guerras de exterminio, cambio climático, hambre, sed y enfermedades amenazan la existencia de nuestra especie. En esta hora crucial —como ha vaticinado Fidel—, «luchar por la paz es el deber más sagrado de todos los seres humanos».
La era de Internet ha cambiado el mundo. El hombre moderno desarrolla hasta límites insospechados el mundo de las infocomunicaciones, el cual nos incluye y trasciende. Sin embargo, no ha sabido ser lo suficientemente sabio para salvarse a sí mismo y preservar la esencia de la vida.
A la depredación apocalíptica de la naturaleza se añaden los ilimitados recursos predestinados a producir una progresiva enajenación humana, que siembran fronteras insalvables entre la conciencia crítica y la realidad concreta. Una orgía de imágenes seductoras que conforman la sociedad del espectáculo nos rodea por todas partes, para crear adicción y escindir la capacidad de pensar. Embriagados, nos sometemos a los paradigmas de lo virtual y a las leyes ciegas del mercado. El elitismo estético que conforma la opinión dominante nos impone patrones de belleza, felicidad y cánones discriminatorios que atentan contra la dignidad humana.
El asedio de la hegemonía neoliberal y las campañas para desvalorizar la memoria de los pueblos, desacreditar la historia, desmontar los símbolos y simplificar o satanizar las culturas autóctonas forman parte de las tácticas imperialistas para imponer su hegemonía a nivel mundial. La cultura chatarra que preconiza el consumismo, el individualismo, la violencia, el sexo, la prepotencia y el patrioterismo imperial, entre otros temas, es lujuriosa y trata de imponer contagiosos modelos de hábitos y conductas ajenos a los valores originales de los pueblos.
La industria del frívolo entretenimiento gana cada vez más adeptos en niños y adultos. Una legión bien dotada de personajes de seriados, películas y telenovelas; superhéroes y barbies, portadores en lo esencial del extremo egoísmo capitalista, conforman el «caballo de Troya» que antecede a los portaaviones y los misiles para asesinar en nombre de la civilización y los derechos, vendiendo a los más jóvenes las supuestas ventajas de prescindir de ideologías y conciencia social. Es la guerra de los símbolos.
«Detrás de grandes marcas, como Nike, McDonald’s, Shell, Tommy, Disney, Liz Claiborne, entre tantas otras, se esconde la explotación más despiadada de las multinacionales del Primer Mundo sobre los obreros —muchos de ellos niños— de los países tercermundistas, los cuales trabajan como esclavos por miserables salarios, en condiciones increíbles, alimentando con su sangre y sudor las arcas del capitalismo», analiza la politóloga Naomi Klein en su documentada obra No Logo. El poder de las marcas.
Como la cultura, la política se somete a las leyes del espectáculo. Al igual que la economía, el mundo existente se desvanece tras el rejuego especulativo de los valores de la bolsa. El uso eficaz de la imagen conformada creativamente en los laboratorios de los centros de poder y propagada por los múltiples medios que nos encierran, invalida las ideas y hace un cuidadoso montaje de realidades aparentes. La tiranía de la seducción constituye el arma principal para la manipulación de las masas. Se trata tácitamente —al decir del destacado intelectual Ignacio Ramonet— de un «delicioso despotismo».
La creación en Estados Unidos, el 23 de junio de 2009, de un Comando del Ciberespacio con el propósito de tener un «alcance mundial, vigilancia mundial, poderío mundial» nos mueve a reflexionar sobre lo que revela Daniel Estulin, en su libro Los secretos del Club Bilderberg, alrededor de las intenciones de importantes grupos de poder que aspiran a un planeta prisión mediante un mercado globalizado, controlado por un gobierno mundial único, vigilado por un ejército mundial, regulado por un banco mundial y habitado por una población controlada por microchips; todo conectado a un ordenador global que supervisará cada uno de nuestros movimientos. Las nuevas guerras, desde entonces, no se escenifican solo en el aire, el mar y la tierra, sino también en los escenarios virtuales. Se define el ciberespacio como nuevo campo de batalla del siglo XXI.
Siguiendo esta línea de pensamiento, los halcones belicistas imperiales han redefinido su doctrina militar a partir del inmenso poderío militar y la combinación de lo que llaman soft power (poder suave) y smart power (poder inteligente), priorizando la colonización cultural, Hollywood, los ideales del capitalismo y las campañas para ganar «las mentes y corazones» de poblaciones y regiones completas, a partir de una avasalladora manipulación mediática, en la que la principal apuesta continúa siendo la juventud. Esta estrategia de guerra no convencional se apoya en teóricos de la guerra cultural como Gene Sharp, autor de La política de la acción no violenta (1973) y De la dictadura a la democracia (1993), textos que han sido tomados como referencia para armar la teoría del llamado golpe suave.
Desde hace mucho tiempo se viene manifestando una descomunal guerra de los símbolos a nivel mundial, por lo que resulta impostergable ganar conciencia de ello, sobre todo en las nuevas generaciones, y reforzar en el imaginario social nuestros símbolos, tradiciones y cultura nacionales: Plan contra Plan. Las ideas revolucionarias han de estar siempre en guardia.
*MSc. Cultura Económica y Política. Dirigente del PCC en el municipio capitalino de La Habana del Este.
Fuentes: Castro Ruz, Fidel. Artículo: Luchar por la paz es el deber más sagrado de todos los seres humanos, publicado en el periódico Granma el 15 de febrero de 2016. Pogolotti, Graziella. Artículo: La política es la continuación de la guerra por otros medios, publicado en el periódico Juventud Rebelde, el 6 de septiembre de 2015.