Él estaba fumando sin parar, tenía casi desvanecido a su compañero de mesa. De pronto, el mareado ripostó: cortó una uña del pie y la lanzó al fondo del vaso que compartían los dos.
El del humo reaccionó con una mueca de desagrado en el rostro, pero luego comprendió que la acción incorrecta de su semejante había surgido como respuesta al «gas blanco» emanado del cigarro. A la sazón, paró de fumar.
La escena no pertenece a la vida real, estaba contenida en un mensaje que transmitía la televisión hace muchos años, tiempo después de que la Organización Mundial de Salud instaurara (1988) el Día Mundial sin Tabaco, celebrado cada 31 de mayo.
Pero aunque ha volado mucho el almanaque ese episodio conserva total validez porque nos advierte sobre esa regla de oro de la convivencia social, a veces incomprendida por miles de fumadores: no hagas a otros lo que no desees que te hagan.
«El tema ha llovido en este y otros medios de difusión (…) pero en la práctica —después de tanta persuasión inútil— ni la mayoría de los fumadores ejercita a conciencia el principio básico de no perturbar a los demás ni las medidas institucionales al respecto han sido verdaderamente suficientes y eficaces», decía al respecto un comentario publicado en JR en 2004.
Probablemente de esa fecha hasta hoy el número de fumadores que lanzan humo a sus circundantes haya aumentado. Lo escribo porque en varias instalaciones deportivas, en terminales de diversa categoría, en herméticas oficinas… es habitual ver personas que «asfixian» a otras con tempestades humeantes.
Ni siquiera la prohibición de «no fumar», expuesta en avisos con diferentes rótulos, ha podido frenar a los viciosos. Y lo peor es que esta adicción —posible puerta de otras— comienza a practicarse ahora a más temprana edad que en otro tiempo.
Debe escribirse, también, que numerosos lugares con posibilidades no han habilitado todavía un área específica para fumar y eso les ha dado carta abierta a los practicantes de la «fumigación tabacosa».
De cualquier modo, el asunto debería tomarse con la mayor seriedad pues desde hace rato el tabaquismo pasivo figura un grave problema de salud. Se ha reiterado en otras ocasiones que solo el 15 por ciento del humo resulta aspirado por el fumador, mientras que el 85 por ciento queda disperso en la atmósfera. Este resulta el verdadero veneno porque contiene hasta tres veces más nicotina y alquitrán, y cinco veces más monóxido de carbono, sustancias tóxicas que junto a la nitrosamina y el benzopireno tienen repercusión negativa en el organismo.
Algunas publicaciones médicas señalan que los no fumadores expuestos durante una hora a la humareda del tabaco absorben casi tres cigarrillos, lo que acrecienta en un 30 por ciento el riesgo de sufrir una enfermedad coronaria o cáncer de pulmón.
Por todo eso he llegado a creer que no solo con campañas de sensibilidad se triunfa. Da la impresión de que hacen falta medidas que impongan, penen y, sobre todo, eduquen. Las normas de la coexistencia no siempre surgen de la espontaneidad, aunque en un país con ansias universales de cultura, sería más hermoso y edificante que un hábito ligado al respeto y la educación llegara no por un decreto vertical sino como proceso natural para el bien de todos.