Son las diez de la mañana y no llega. Habíamos quedado para las nueve. Después del día libre pedido en mi centro laboral, la merienda preparada, y los sacos de cemento, arena y polvo de piedra en una esquina de la casa, el albañil, al parecer, no va a venir.
Y le cuento esto porque en la actualidad es frecuente faltar a la palabra, un principio que décadas atrás servía para los negocios, las relaciones interpersonales y constituía casi un manual para no pocos servidores públicos.
La palabra fue interpretada, por siglos, como el honor de un ser humano. Por esta causa guerras y conflictos fueron desatados, nobles y plebeyos entablaron duelos para dirimir ofensas y desagravios, e incluso trágicas muertes acontecieron.
En mi natal pueblito de campo, si usted le aseguraba a Fulano que le vendía una gallina por 50 pesos, la decisión era invariable. Poco importaba si Mengano acudía al rato, y ofertaba el doble del precio. Sin embargo, ahora se escucha con frecuencia aquello de «al primero que pase se la vendes», o «quien dé más se la lleva».
Faltar a la palabra de manera reiterada pone en entredicho el carácter de cualquier persona. Seguramente alguna vez usted ha prestado dinero. Es posible que le hayan dicho que se lo pagan mañana y luego pasen días, semanas y meses hasta que le sea devuelta la suma monetaria.
Ya el reloj marca las 10 y 30 antemeridiano. Estoy «embarcado». Parece que el teléfono del albañil se ha quedado sin carga, o quizá esté de veras en un área sin cobertura. No quiero pensar que lo haya apagado intencionalmente. Tal vez se complicó, como habitualmente se suele decir.
Funcionarios y directivos también faltan a la palabra. Por ese motivo la reputación de una empresa o entidad pública puede irse por la borda cuando un funcionario o directivo asume un compromiso que luego no puede cumplir. Lo que está en juego, en todo caso, es la confianza y credibilidad que alguien ha depositado en usted.
Esto de tener palabra es algo que se aprende en el hogar. Se transmite de abuelos a padres y de padres a hijos. Muestra la correspondencia entre discurso y acción. ¿Conoce a algún jefe que convoque a sus subordinados para una hora específica y arribe mucho tiempo después? ¿Acaso no se ha quedado «quemado» en una esquina por causa de alguien que no llegó? ¿Se ha vestido para un baile al que nunca asistió?
Este tipo de personas son etiquetadas bajo el calificativo de «informales». No se les nombra así porque rompan con protocolos o sean desenfadados en el trato con sus amigos o familiares, ni porque lleven atuendos desenfadados a atrevidos. Son personas como Félix, un plomero que hace cuatro meses y cinco días exactamente se comprometió a pasar por la casa para ponerle fin a un salidero. Lo sigo esperando.
Ya son las 11 de la mañana. Seguramente el albañil llama un poco más tarde. Probablemente el transporte haya estado un algo complicado hoy, pero no viene de Santiago. Es solo un viaje de unos diez kilómetros entre Marianao y la Víbora, en La Habana. Supongo que por la demora o los perjuicios provocados va a ofrecerme una rebaja en los precios. O tal vez no. Lo más seguro es que esgrima que está «enredado» con un asunto de último minuto, y que son muchos los pedidos de los clientes.
La vecina de la otra cuadra me pide tomarlo con calma, y hace uso de una frase con la que, en no pocas oportunidades, injustamente suelen juzgarse las actitudes de los hombres en Cuba: «Todos son iguales». Ella ha sufrido en carne propia la impuntualidad e incumplimientos de falsos sabelotodo que se presentan como especialistas en reparación de televisores, cocinas de gas o lavadoras.
Sin embargo, no puedo estar de acuerdo (al menos no del todo) con la señora de mi barrio. He conocido mucha gente honrada que no trafica con la mentira y asumen con seriedad los más variados oficios. Escribo sobre personas que no coquetean con la estafa o se adentran en la piel de un personaje para convencernos con justificaciones, o intentarnos hipnotizar con la astucia de los encantadores de serpientes.
Vamos a admitirlo. He sido «informal» más de una vez. He llegado tarde a citas e incluso en ocasiones he quedado mal con una amistad o colega. Sin embargo, cuestiono a las personas que hacen de la falta de seriedad con el prójimo un modo de vida. Prefiero la gente que hace, más que la que dice.
En cualquier lugar de Cuba, ahora mismo, alguien necesita colocar nuevos azulejos a la meseta de la cocina, arreglar la zapatilla de la llave del baño, atajar las filtraciones del techo o cambiar los interruptores. Los trabajos en una casa, dice la sabiduría popular, nunca terminan. Quizá quien lea estas líneas también aguarde por la respuesta o solución a un problema que un funcionario público se comprometió a solucionar para ayer.
Sin embargo, usted pudiera pertenecer, de cierta manera, al grupo de los incumplidores. No asuma tareas improbables de concluir exitosamente. Si es impuntual condicionará negativamente a cualquiera que le esté esperando. Usted está prestando un servicio, no haciendo un favor. No subestime la paciencia y la tolerancia ajenas.
Doce del mediodía. Definitivamente no va a venir. He perdido media jornada, y desde este minuto estoy buscando un nuevo albañil. Ojalá sea serio, cobre precio justo, trabaje con calidad y no se tome más del tiempo convenido. Algo me dice que la próxima vez voy a tener suerte. ¿Estoy obligado a pagar por la irresponsabilidad de quienes deciden faltar a su palabra? No me parece.