Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La lágrima y las vacunas

Autor:

Enrique Milanés León

Hasta finales de los 70 yo iba a aquella tienda una vez al año: siempre a inicios de julio, cuando después de un democratísimo sorteo en la bodega a la vista de todos los vecinos, mi madre nos llevaba, por fin nos llevaba, a comprar juguetes según el número que nos había tocado en suerte. Nunca alcanzamos un turno «bajito» que nos permitiera llevar a casa una de las tres o cuatro bicicletas que vendían por año, pero jamás nos faltó un juguete atractivo: chinos, japoneses, soviéticos… el mundo cabía en una vidriera. Y después era cosa de ponerse a jugar, todos los fiñes juntos, sin exclusiones.

El tiempo, que me regaló unas canas que jamás le pedí, hizo lo suyo. Los niños de hoy nacen con vacunas aseguradas que les evitan 13 enfermedades ya desterradas y ahorran a las familias lágrimas incalculables que nunca hacen falta, mas los peques, que siempre son sinceros, no pueden decir que alguien les garantice a todos un juguete barato, de manera que el sorteo actual es de otro tipo: quien tenga más, comprará aparatos de fantasía a sus muchachos; quien lleve menos, tendrá que enseñarles temprano a cantar la también útil ronda de la resignación.

Pero esa es otra historia. Voy a seguir con mi tienda, aquel local desvencijado, que jamás nadie se ocupó de pintar, era para muchos de nosotros el más hermoso del planeta Juego. Mis carros de cuerda, mis barcos, mis pequeñas granjas y mis pistolas salieron indefectiblemente de aquella vetusta casona de dos pisos plantada al borde del mar.

Solo cuando crecí alguien me contó los detalles. En su juventud, mi tienda había sido una dama heroica. Así, con su estampa modesta, con su piel quebrada en hebras y su vocación de anciana dadivosa con los niños, ella fue el único inmueble que quedó en pie cuando el terrible ciclón de 1932 marcó en Santa Cruz del Sur la peor tragedia natural de toda Cuba.

Fue una mañana de noviembre, como estas. El día 9, para ser exacto. La tradición hace que los santacruceños desfilen en esa fecha hasta el cementerio del pueblo en continuado homenaje a los más de 3 000 muertos. Yo no he marchado; nunca he estado allá para la fecha, pero aun a muchos kilómetros de mi mar, siempre recuerdo la tragedia.

En días como estos recuerdo, tanto como a las víctimas de carne y sueño, a esa otra mártir de madera que cayó muchos años después, fulminada por los vientos del abandono: mi tienda de juguetes, la casona curtida que olvidó sus dolores de solitaria sobreviviente para vacunar a los muchachos de mi época con 13 ámpulas de alegrías que duran toda la vida.

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