Sobre los hombros de mi padre casi puedo tocar las nubes. El cielo es más azul, o eso me parece, y soy feliz. No hay niña más plena que cuando él me lleva a caminar el pueblo, a mirar el mundo desde esa altura.
Cuando le pido: «Papi, móntame a caballito», pareciera que siempre tiene la montura sobre el cuello, que nunca está cansado, a pesar del duro trabajo en La Cantera. Pero mi padre tiene apenas 30 años y yo soy muy pequeña. Me paro frente a él y espero que sus manos me sostengan y me eleven, y sonrío.
Ese tránsito fugaz en el que por segundos atravieso el aire me provoca una sensación rara, que no puedo entender, pero disfruto. Arriba, acomodo los vuelos de la bata sobre su cabellera negrísima y me dispongo al asombro, a ver más de cerca el verde de los árboles, a juguetear con las cigarras… Si es de noche, a intentar atrapar cocuyos. Mi padre avanza con paso firme, me habla.
Hoy es un día claro y se ha cumplido el ritual. Voy en «mi caballito» y pregunto y me sostengo suavemente, aunque no hace falta, y me veo hermosa. Un pájaro de metal verde surca el cielo. El estruendo me asusta. Me aprieto fuerte a la cabeza de mi padre, me quiero bajar. El corazón me late como si se quisiera escapar de mí y él se ríe y me abraza.
Cuando siente que es el momento, me explica. Se saca del casco de técnico de nivel medio en explotación de yacimientos, graduado en la antigua Checoslovaquia, un escudo para que nunca más me asuste con ese ruido ensordecedor.
«Lo que viste es un helicóptero y ahí va Fidel. Va allá arriba mirando que todo esté en orden, cuidando de todo. Cada vez que veas un avión, no te asustes, salúdalo».
Todo vuelve a la calma. Regreso a las alturas en mi caballito. Vuelvo a sonreír y espero al próximo avión.
II
No hubo ni un solo objeto volador durante toda mi niñez en el que yo no viera a un gigante vestido de verde; hasta los grados de Comandante distinguía, estaba segura: era él. Mi padre me había dicho que Fidel iba en cada avión, pendiente de los problemas del pueblo y yo sabía que era cierto. Yo creo en mi padre.
Ya no me asustaba; después cada uno se convirtió en una fiesta total. Cuando aparecía alguno armaba tal alboroto, que una vez me gané un regaño leve. Solo quería que Fidel me viera desde el avión, así que daba brincos y gritaba todo lo alto que podía, una única frase: ¡Adiós, Fidel!, hasta que el cielo quedaba despejado.
Han pasado más de dos décadas. Cuando siento el ruido característico todavía tengo el impulso de decirle adiós a Fidel. Me contengo. A veces levanto los ojos y me parece verlo ahí, como en mi infancia, encaramado en un helicóptero…
Mi padre podía haber espantado el miedo de mil maneras, pero me regaló uno de los recuerdos más entrañables de mi niñez. Me gusta volver a sus hombros y desde esa altura jugar a tocar las nubes. Me gusta creer que, alguna de las tantas veces que agité mis manos, di saltos enormes y grité hasta quedarme sin voz, el Comandante vio, aunque fuera un puntico moviéndose insistentemente en la tierra; y él, un hombre sabio, seguro supo que era una niña feliz que le decía: ¡Adiós, Fidel!