Los padres de Asdry van a salir a ver a unos vecinos y usan con ella, sin éxito, el viejo recurso de que, si no se cepilla los dientes, se queda en casa. La chiquilla no cede y, al cabo, ellos se marchan y la niña responde con su arma secreta: se pone a llorar.
Yo quedo a cargo de la situación y, pese a que soy el verdadero rehén de la historia, trato de negociar. Desde el portal se ve a un viejito jardinero haciendo su trabajo con todas sus herramientas. Frente al cuadro lacrimógeno, el hombre, solidario, echa mano a una antigua estratagema:
—¿Cuál es el niño que está llorando por aquí?, para llevármelo en mi saco.
En efecto, tiene un saco blanco en el que recoge la hierba, y tiene también inmensas tijeras de podar, y guantes de lona y un machete con su lima y un rastrillo. Todo un extraterrestre, para un niño. Hago de canciller:
—No, yo no he visto a ningún niño llorando.
—¡Ah, bueno! —responde con un guiño y sigue su faena.
Aprovecho el trance y le aconsejo a Asdry que se cepille porque ese hombre es muy malo con los niños que lloran por gusto y que no se cepillan los dientes.
«Dicen —le explico con voz de tío— que les corta el pelo con sus tijeras y después se los lleva en el saco a un lugar donde no hay caramelos».
El truco funciona. Asdry entró diligente y enseguida me entregó su cepillo con pasta dental. La cepillé como nunca en su vida y, en pose triunfal, me puse a inventarle cuentos.
Al rato, el jardinero pasó de nuevo y Asdry, como si lo conociera desde siempre, salió corriendo a su encuentro.
—Hombre del jardín, hombre del jardín, ya me cepillé, pero mira, mi tío no, así que saca la tijera y llévatelo en el saco.