Ciertos grupos en el exterior, contrarios al restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos, utilizan el término «zanjoneros» para calificar a quienes ven posible un acercamiento respetuoso entre ambos países.
Con claras muestras de hipocresía política, estos supuestos defensores de la dignidad patria arguyen que los pasos dados por ambos Gobiernos ponen en riesgo la autodeterminación y soberanía de la Isla.
En su interés por sembrar confusión dentro de la opinión pública, extrapolan a nuestros días una página triste en la historia nacional como lo fue el Pacto del Zanjón, firmado el 10 de febrero de 1878 entre representantes del Ejército mambí y militares españoles, luego de una guerra con no pocas contradicciones en las filas insurrectas.
Aquel acuerdo, que no comprendía la solución a las causas principales por las cuales Carlos Manuel de Céspedes se levantó en armas el 10 de octubre de 1868 —la independencia de Cuba y la abolición de la esclavitud— llegó en un momento de cansancio de las tropas mambisas, sin que hubiera podido alcanzarse la unidad después de diez años de lucha.
El Pacto del Zanjón llamaba a «olvidar el pasado», o a recordarlo como un período trágico y sangriento que no debía retornar. Significaba desterrar cualquier hálito de patriotismo y, por supuesto, el más pequeño atisbo de revolución. Constituyó, según lo han analizado destacados intelectuales, el primer intento de borrarle la memoria a todo un pueblo, un monstruoso lavado de cerebro colectivo para españolizar la colonia.
¿Cómo no iba a salir entonces un Titán de Bronce a enfrentar tamaña ignominia? ¿Qué fuerza podía contener la arrancada firme de un hombre que vio morir a los suyos por principios que no eran negociables, por una libertad que no se mendiga? Por estas razones la protesta de Antonio Maceo en Baraguá contra el Pacto del Zanjón resultó, al decir del Apóstol José Martí, «de lo más glorioso» de nuestra historia.
Quienes ahora traen a colación aquel funesto acuerdo, como analogía con las decisiones anunciadas por Cuba y Estados Unidos son, cuando menos, partidarios de la lógica más absurda y voceadores de un patrioterismo estéril.
Obvian, de modo intencional, la histórica postura de la Revolución Cubana, expuesta por el General de Ejército Raúl Castro Ruz en su alocución del pasado 17 de diciembre, cuando expresó que el planteamiento de discutir y resolver las diferencias mediante negociaciones, sin renunciar a uno solo de nuestros principios, era una posición expresada por Fidel al Gobierno de Estados Unidos en diferentes momentos.
Precisamente un mensaje del líder histórico de la Revolución al entonces futuro presidente norteamericano Lyndon Johnson, en 1964, lo corrobora: «Deseo seriamente que Cuba y los Estados Unidos puedan eventualmente respetar y discutir nuestras diferencias. Creo que no hay zonas de enfrentamiento entre nosotros que no puedan ser discutidas y resueltas en un clima de mutuo entendimiento. Creo que esta hostilidad entre Cuba y los Estados Unidos es tanto innatural como innecesaria y puede ser eliminada».
Hace menos de un mes, durante la III Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) en Costa Rica, Raúl ratificó esta postura y puso sobre la mesa argumentos irrefutables. En su discurso dio una demostración más de la dignidad de la Isla, que está dispuesta a adoptar medidas para mejorar el clima entre ambos países, resolver otros problemas pendientes y avanzar en la cooperación, pero sin ceder un milímetro de su soberanía.
«El restablecimiento de las relaciones diplomáticas es el inicio de un proceso hacia la normalización de las relaciones bilaterales, pero esta no será posible mientras exista el bloqueo, no se devuelva el territorio ilegalmente ocupado por la Base Naval de Guantánamo, no cesen las transmisiones radiales y televisivas violatorias de las normas internacionales, no haya compensación justa a nuestro pueblo por los daños humanos y económicos que ha sufrido», señaló Raúl ante los Jefes de Estado reunidos en San José.
Esas palabras reviven el espíritu de Maceo cuando se opuso a una paz que no llevaba consigo la independencia. Aquel «No, no nos entendemos» frente a Martínez Campos se repetirá indefectiblemente si se intenta pedirle condiciones a Cuba o exigirle cambios en asuntos que constituyen decisión soberana.
Nuestro país está preparado para una larga y compleja batalla. No somos el pueblo desunido y con débiles fuerzas que dejó caer su espada en la contienda de 1868. Aquellos errores nos sirvieron de lección histórica.
Los que desde otras tierras pretenden confundir, «preocupados» por un retorno cubano al Pacto del Zanjón, deberían recordar esa idea que desde pequeños quedó impregnada en cada patriota verdadero y que hoy alcanza una singular altura: Cuba es y será —frente a cualquier mensajero de la renuncia— un Baraguá eterno.