Cuando en Jatibonico el pitazo del coloso del Uruguay y el cantío de los gallos se conjugan para despertar a todo el pueblo, Danay Martínez Borrego, una jovencita de 17 abriles, hace ya un buen rato que ha tomado el trillo que la conduce hasta donde la esperan las combinadas cañeras KTP2 y los tractores.
Nunca soñó con «domar» esas moles de hierro y mucho menos pasar más de 12 horas del día entre las gigantescas cañas. Confiesa que eligió, sin pensarlo mucho, la carrera que estudia: Mecanización agropecuaria. Pero hoy sabe bien que acertó, pues es su vocación.
A estas horas no le interesa ser noticia por ser la única fémina en el país en cursar el tercer año de esa especialidad. «Me gusta mucho mi carrera y cuando me gradúe pienso irme para el campo a trabajar», dice con una serenidad que confirma su seguridad en cada vocablo.
Pero no todos comprendieron a Danay cuando culminó el noveno grado y llegó a casa, después de ser ubicada en el Centro Mixto Raúl Galán, de Jatibonico. Debió primero convencer a sus padres y luego al resto de la familia y amigos; aunque todavía existen miradas recelosas cuando maneja la combinada con la misma destreza de los obreros con más de 30 años de experiencia.
Danay recuerda su primer día en la escuela, donde rompió el mito de que esa profesión era solo para hombres. Debió estudiar mucho para conocer las interioridades de los tractores, pero con la ayuda de los cerca de 40 compañeros de aula y los profesores venció los más difíciles contratiempos.
Poco a poco, se insertó en el grupo y se destacó por estar entre los alumnos más estudiosos. Fue así que junto a dos jóvenes más, la seleccionaron para constituir el contingente 29 que labora en la actual campaña azucarera con el compromiso de llegar al millón. Esa experiencia de imbricar a los estudiantes de Mecanización agropecuaria con el resto de los obreros que participan en los cortes de caña es tradición en el centro jatiboniquense para reconocer a los más destacados.
Entonces, sí le cogió el gusto a su carrera. No creyó en aquellos que le dijeron que sería imposible, ni en la dificultad de las máquinas de corte, ni en la aspereza del surco. Por ello enfrenta cada día todo, desafiante:
«No le tengo miedo al sol, ni a nada del campo. Me visto con ropa de trabajo y le entro de frente como lo hacen mis compañeros. Salgo para allá a las cinco de la mañana y regreso casi a la medianoche. Terminamos cuando dejamos las máquinas listas para el otro día».
Los conocimientos aprendidos en la práctica se los agradece siempre al profe Ramón, a Chachi y al resto de los amigos del surco, quienes la extrañan cuando se ausenta. Se preocupan cuando esconde su sonrisa o si los ojos se opacan y el ceño se frunce ante una preocupación. Y hasta su compañero en la vida ha aprendido que el campo exige de sacrificios y no hay hora para el regreso a casa.
Danay Martínez no ceja en su empeño de convertirse en una excelente maquinista. Conoce que las jornadas se tornan difíciles y el cansancio a veces vence; pero su vocación la estremece y la convida a adentrarse cada mañana en el trillo del cañaveral.