Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Encuentro y reencuentro

Autor:

Osviel Castro Medel

Fue un encuentro tan dinámico y emotivo, que cruzó el tiempo como un meteoro. Se habló de medicina, de historia, de la familia, los valores... del Che. Se habló de heroísmo sin el lenguaje que a veces desgasta esa palabra.

Ocurrió en Chuao, al este de Caracas, y tuvo el lindo embrujo que provoca la mujer cubana, porque sus participantes fueron doctoras, enfermeras o técnicas que brindan su perfume y su talento en los estados de Miranda y Vargas, y en el Distrito Capital.

Con ellas estuvo como moderadora espontánea Aleida Guevara March, la doctora que estudió en Villa Clara, trabajó en los suelos rojos de Moa y cumplió misión internacionalista en Nicaragua, la revolucionaria sencilla que no ha vivido del nombre de su padre sino de la batalla por hacer honor, con acciones, a su progenitor.

Y, como Aleida es cubanísima, y las cubanas saben armar un «complot» cuando se juntan, hubo risas, confesiones, anécdotas, cuentos. Pero también meditaciones profundas sobre el trabajo, la distancia, los seres queridos, sobre la vida.

Escuchándolas, reafirmé esa conclusión ya conocida: nuestras mujeres son más que almohadas necesarias, más que corazas, ventanas, soles. Saben trabajar conteniendo el sollozo a medio hacer por la conversación telefónica con la familia; pueden edificar lo tangible en situaciones excepcionales y tienen la capacidad de desdoblarse en hija, madre, esposa, guerrillera, en flor.

Imaginé los nervios de Dalgis Formentín, jefa del Centro de Diagnóstico Integral de Dos Caminos (Miranda), y de otras 52 mujeres que en los 25 días de asedio fascista a esa instalación, se mantuvieron en sus puestos de labor, acompañadas solo de ¡cinco hombres! Y hasta me figuré la voz de la hija de esta camagüeyana, cuando le dijo desde Cuba: «¡Mamá, ni una lágrima. Tú eres la jefa y tienes que dar el ejemplo!».

Sospeché las aflicciones de Agnerys Cruz, una artemiseña que apenas ha podido brindarle calor a su niñita de cuatro años, por sus responsabilidades extendidas en el Distrito Capital. Y casi adiviné el rostro de esa pequeña para cuando se produzca el retorno en diciembre, y entonces su mamá la lleve de la mano a la escuela donde aprenderá a escribir: «puente», «Venezuela» y «verdad».

Representé en mi mente las espinas que Lídice (en Vargas), Odalis (en Miranda) y muchísimas más han tenido que sortear en estos años al frente de sus estados, en los que no solo han dirigido acciones en el ámbito médico. Entendí el impacto de una anécdota que deshilachó Aleida, la cual la marcó para siempre, la llevó a una lección: un día, fuera de Cuba, atendiendo a una indígena, le preguntó el nombre y la edad; la paciente respondió que cuánto importaba eso, si lo más trascendente era curarla o al menos indicarle el remedio. Es decir, la primera interrogante, en todo caso, debe ser en qué puedo servir, porque las señas y las direcciones siempre serán secundarias para el adolorido.

El encuentro de Chuao sirvió para reencontrar la campana invisible que llevamos dentro cuando se desgranan los nombres de héroes o lugares de la patria; para reafirmar, como decía Aleida, que una misión es valiosa, pero también lo es el camino de enseñar a los hijos, de amarlos, de transmitirles valores, de hablarles con franqueza.

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