Aunque me lo propusiera al menos por un rato para ver qué dicen, para provocar a los más escépticos, no puedo negar que soy hijo de mi padre. Esa añeja broma de que el niño se parece mucho al vecino, al vendedor de aguacates de la esquina o al carnicero, nunca han podido emplearla conmigo.
A simple vista, me delatan el mismo corte de cabeza y la configuración casi íntegra del cuerpo, hasta el mismísimo carácter medio «enrarecido». De habernos llevado menos años y yo tener unas libras de más, pudiéramos decir que somos jimaguas —gemelos no, pues no hay que exagerar.
Pero su herencia rebasa todo lo aparente y se expresa más allá de semejanzas físicas: yo no desciendo de él solo porque me le parezca, o porque pueda presumir de que porto como evidencia parte de sus genes de apuntes trigueños, bien morenos, de rostro algo achinado, con rasgos indomables y explosivos.
Sucede que desde hace varias semanas un amigo de probada confianza anda inquietándose, entre dudoso y aterrado, porque alguien lo provoca, lo ojea y le busca respuestas. Alguien quiere justificarle, después de 27 años, una verdad más que sabida, pero no por ello aceptada ni del todo entendible.
El aventurero culpable de haber provocado, al principio, un desequilibrio familiar del que aún quedan huellas, ha vuelto, y ha vuelto diciendo que es su padre porque se parecen, «porque eso él nunca podrá negarlo, porque ha de comprender que se equivocó y es hora de rectificarlo todo».
Y aunque mi camarada le proscribe con sobrada razón el derecho a construir lo que ya está construido —levantado por otra persona a base de miles de empeños—, el recién llegado insiste en tener una oportunidad, en hacerle pensar al «hijo» su legitimidad, sin que importe a estas alturas que un carné de identidad recoja o no los mismos apellidos.
«Somos idénticos, si no fuera por mí no existieras, y eso es más que suficiente para que me comprendas», le dice con un tono casi chantajista que, lejos de lograr algún acercamiento, más bien ha causado recelos y torceduras que van haciéndose en extremo irreconciliables.
Lo que pasa es que el verdadero papá de mi amigo, a estas alturas —qué interesa que no se parezcan en nada— es otro; es la figura masculina que, junto a su madre, lo acompaña casi desde la cuna; el que se encargó en su momento de buscar las malangas contra viento y marea, el que le enseñó a jugar pelota, a bailar trompo y le armó sus primeros papalotes; el de la reunión de padres y los viajes para visitarlo en la escuela al campo; el de la noche en vela cuando hubo fiebre alta; el de la adolescencia difícil y los problemas con los muchachones del barrio; el del consejo a tiempo sobre sexualidad; el de la comida y el brindis la tarde en que la novia primera fue a casa…
Y es que las paternidades no son del todo genéticas, anatómicas, orgánicas; no siempre «fecundan» en el acto. Habrá quien eche mano a derechos que aquella le otorga, pero quizá nunca pueda abrazar el premio del cariño. No resultan iguales las progenituras postergadas, las indecisiones al querer, los arrepentimientos a veces inexplicables con el paso del tiempo.
¿Que padre es cualquiera? ¡Qué va! ¿Por qué verlo así? Un buen padre también cría, está cuando se puede estar y hasta cuando no, sufre, se alegra, se devana los sesos buscando, haciendo, pensando por su otro yo, y por eso no necesita acudir a parecidos ni ADN ni determinaciones biologicistas para pretender el cariño de siempre.
Al igual que a mi compadre y a muchos de mi edad, ya me tocará asumir tan loable ejercicio, y para entonces reservo toda mi sangre... Ah, y todos mis afectos, que ha de ser lo más importante.