Me sucedió en el estado de Táchira, el pasado 2 de julio. Iniciábamos un recorrido por algunos territorios de la República Bolivariana de Venezuela cuando viví aquel episodio sencillo, singular.
Fue en el auditorio Alí Primera, sede de la arrancada de una serie de actos por el Día de la Rebeldía Nacional. Estaba al final del teatro, en una posición que me permitía ver los rostros solemnes o risueños de decenas de cooperantes cubanos que trabajan en esa región occidental del país.
Ya habían cantando el bello y largo himno de Venezuela cuando estalló, ante nuestros oídos, la marcha guerrera, la que se sublimó entre machetes y se hizo espuela de una tierra entera: «Al combate, corred, bayameses...».
Era la primera vez en la vida que entonaba el Himno fuera de Cuba; lejos geográficamente de la ciudad llameante donde nació y en la que, por azar, tuve cuna y vivo hoy. El himno hecho leyenda a lomo de caballo, el himno de furias de conquistas, el que cantaron enardecidos los padres fundadores de nuestra nación cuando empezaban a concretar el espinoso sueño de la libertad.
Qué estremecimientos, qué vibraciones de la cabeza a los pies ese día en Táchira. Sentí que la gente toda lo entonó más alto; y que yo mismo, acostumbrado a alzarlo en la garganta, lo vocalicé con mayor vigor que nunca.
Después, en el reposo, meditando sobre el episodio, alcancé a comprender el privilegio. No todos pueden vivir esa experiencia de conexión con los recuerdos y de ejercitación de los músculos de la sensibilidad. No todos —ni aun muchos de los que estuvieron alguna vez fuera de fronteras— tienen la posibilidad de vivir el escalofrío emocional que produce el canto colectivo de la marcha compuesta por el poeta de Bayamo, aquel que terminó fusilado en Santiago de Cuba, muriendo-viviendo por la Patria, precisamente igual que sentenciaban sus estrofas.
Después, en el descanso turbulento, me posé en el gesto de nuestros atletas cuando, en la cumbre del podio, ven ascender la Bandera y escuchan sacudidos los acordes que les recuerdan a Cuba y a lo que está más allá de ese nombre.
Luego, en el sosiego, me dolí de que en ciertas ocasiones, dentro de nuestro archipiélago, ese mismo himno no inflame todos los pechos y cuerdas vocales en algunas actividades. Y reafirmé lo que escribí una vez en estas páginas: ese himno necesita que le echemos agua en sus raíces cada día para que siga creciendo robusto por los siglos de los siglos, más que en los labios en el corazón de los cubanos, sobre todo en el de los que vienen detrás.
Ese 2 de julio, en Táchira, puse la mente en mis años en la escuela primaria del descolorido poblado de Cautillo Merendero, pensé en los reclamos de la maestra Elba Dora cada vez que bajábamos la entonación: «¡Vamos a cantarlo de nuevo, que lo escuchen nuestros mambises dondequiera que estén!». Y supuse que tal vez nos hagan falta muchos como ella, más allá de las escuelas, para que el himno siempre se cante como la Historia manda.
Ese día, lejos del Bayamo que en el próximo octubre celebrará el aniversario 145 del nacimiento de ese himno, terminé de aquilatar la gravedad gloriosa de los símbolos.