Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Por favor, no vaya a ese mercado

Autor:

Norland Rosendo

Es un mercado grande. Grandísimo. Y el más barato de todos los que conozco, porque mucha gente anda con las «piñas» y los «corazones» en la jaba de la lengua, y los «regala» como si no les hubieran costado nada. Es más, creo que algunos sienten placer «obsequiándolos» por doquier.

Ya los oídos están entrenados. Entran por uno y salen por el otro, a una velocidad cósmica, por una autopista hecha todos los días a golpe de groserías. De palabras que hieren la sensibilidad. Que duelen en el alma de un país que ha apostado todo a la instrucción, y a la cultura.

En el mismo país de las urgencias económicas, los desvelos por darle de comer a sus hijos, por flotar en un océano de crisis, la sociedad no se percató a tiempo de que entre los tantos mercados informales que fueron proliferando estaba ese: el de las «piñas» y los «corazones», los genitales de la vulgaridad.

A diferencia de los otros mercados —donde los precios suben (cuando más se congelan) y la gente apenas adquiere lo imprescindible—,  este, al parecer, siempre amanece con rebajas. Porque son más y más los quintales de «piñas» y «corazones» que andan sueltos por las bocas en las calles. Y en los campos. Pocos escapan: es una plaga como el marabú.

Parecen abonados con fertilizantes ecológicos, pues se escuchan saludables, fuertes, pasados de kilogramos, digo, de decibeles. No importa si es en la guagua, la escuela, una mesa de dominó o un estadio. Pero en las colas es donde, con frecuencia, más rápido le llenan a uno el saco de las tristezas.

Para asirse de la puerta de un P en la capital, o no quedarse fuera de un teatro o una discoteca, los sueltan a granel lo mismo hombres que mujeres. Adultos que jóvenes. Hasta niños. Parece una feria en la que cada quien anuncia las «exquisiteces» de su fuerza, de su poder.

A veces, cuando los oídos se me llenan, y tantas «piñas» y «corazones» se atoran en mi cordura, me pongo a pensar en algo que vaya más allá de mi esfuerzo personal por eliminarlas, del tuyo o el de otros, y contribuya a cosechar una cantidad menor de esos productos. Y siempre me viene la misma idea: ponerle un precio fijo a cada uno, digamos, podrían ser 50 pesitos por cada palabrota pronunciada.

Cuánto recaudaríamos así. Para invertirlo, por ejemplo, en la propia Educación. Se podría mejorar la infraestructura de muchas escuelas, incluso, mejorarles el salario a los docentes. No sé, ya surgirán muchas propuestas para darle un empleo fructífero a ese dinero, pero de lo que estoy seguro es que la suma al principio será tan alta como el Turquino. A lo peor, como el Everest.

Poco a poco, como mismo irá dando resultado la estrategia integral del país para recuperar la decencia pública, los valores cívicos, la gente se pondrá un candado en la garganta para que no salgan a la calle tantas groserías.

Y las «piñas» y los «corazones», entonces, se quedarán ahí, en el fondo del lenguaje, hasta que mueran ahogados por las tantas palabras bellas y sobre todo, por las buenas acciones, los mejores modales, la sensibilidad y la cultura. Que eso también es socialismo.

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