Los nítidos cielos azules siempre coronan aquel jardín en el tranquilo pueblo con aroma de campos de tabaco. El vergel, el más vistoso de cuantos reinan por esos lares, resulta el mayor reinado de la sesentona Luna. Lo cuidó toda una vida; lo cuidó siempre.
En el inmaculado poblado, ubicado en los confines pinareños, cualquier suceso deviene novedad, acaso por tratarse de una comarca de pronunciado acento local y promiscuidad vecinal, donde todos se conocen y los visitantes, escasos, raramente vuelven luego de la primera estancia, a no ser aquellos convocados por diligencias familiares.
En medio de aquel conjunto de calles con dobles nombres, sin árboles y ausentes de pavimento, donde el exceso de polvo solo necesita poca lluvia para ser exceso de lodo, el rincón natural de Luna siempre fue noticia. En realidad es una joya visual en los alrededores, y no es que haya mucho que ver allí, pero sus riquezas florísticas clasifican como una de las pocas maravillas del pueblo, especialmente sus margaritas.
Aquellas margaritas tienen exuberancia de todo: un olor perceptible a metros, un color puro de amanecer usurpado, una aureola que siempre le recordó a Luna la presencia fantasmagórica de Rafael.
Ella no sabría definir con claridad un año: los recuerdos ya no son tan nítidos, duelen y pesan mucho todavía. Pero no olvida su estatura mediana —poco más de un metro sesenta y cinco—, sus hombros anchos, su mandíbula cuadrada y pelo castaño recién cortado. Todo en él rondaba un aspecto tremendamente masculino.
Y se amaron por minutos, por días, por meses. Y se amaron tremendamente con pasiones febriles, con desencuentros y reconciliaciones, con lechos calientes, con errores, con perdón.
Rafael, sin embargo, no era precisamente un hombre de muchas palabras. Cuando llegó a la comarca apenas llevaba una maleta con algunas pertenencias, tan solo un par de libros, unos objetos personales y algún que otro recuerdo familiar. «Las cosas importantes, las verdaderamente importantes, son pocas y pequeñas. Son lo único que realmente nos pertenece siempre, y no tenemos que dejarlas. Están con nosotros adonde vayamos, las podemos guardar todas en una valija», le dijo una vez.
La declaración medio nómada nunca le agradó del todo a Luna, y como para arraigarlo a un espacio con recuerdos más grandes, plantó las primeras margaritas de su jardín, a las que bautizó con el nombre del amado.
Pero borracha de tiempo, de minutos que renunciaron a la intensidad por la existencia de más minutos, Luna nunca le dijo de aquel regalo floral. Y Rafael, como el mismo tiempo, se fue.
Nadie sabe en el pueblo por qué. Algunos asocian la partida a la incertidumbre de las relaciones prematuras; otros a las hogueras de desconfianza que suelen despertar los pueblos pequeños; los más, al espíritu libre que siempre tuvo Rafael; Luna, a las palabras que no se dijeron a tiempo y las decisiones que se tomaron demasiado aprisa.
Hoy, en la fabulación popular, Luna es como la apacible viejita solterona del poblado, esa que a veces quisiera asaltar al tiempo, robarle solo unos minutos. Esos minutos que le faltaron para salir a buscar a Rafael, para decirle que con él limpió sus viejos miedos, amainó sus más inseguros sentimientos.
Luna nunca le dijo que aquellas margaritas eran para él, esas margaritas que todavía hoy son noticia en aquel tranquilo pueblo con aroma de campos de tabaco.