Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El techo como cielo

Autor:

Yoelvis Lázaro Moreno Fernández

Como ya es ritual y gesto honorable en la avivada entrega que siempre nos llega con ellos, la buena fe de dos guantanameros adiestrados en la finísima forja de una lírica deleitable, sugerente y muy suya, se ha lanzado como si viniera desde el éter para ubicarse musicalmente en lo mejor de un interesante Dial, título que este binomio artístico ha dado a su más reciente producción discográfica, dedicada a los 90 años de la radio cubana, y entre cuyas canciones aflora la poesía en esa dimensión distinta que bien los caracteriza.

Y aunque la buena factura descuella como retozo en el oído en cada una de las creaciones, siempre uno queda con aquellas que más impresionan, más nos halagan desde la experiencia colectiva, o mejor nos representan el mundo en busca de esa reflexión crecida que de un modo u otro todos pretendemos.

Entre esas melodías harto queridas, con beneplácito sobresalen para este «buenafetómano» sin excesos los trazos de una canción con la que se ansía dibujar lo querible de una manera diferente.

Sí, dibujar, inspirar en rasgos y marcas, pulsar sobre el lienzo de la vida un cuadro que destierre la convención, la normalidad y el prejuicio desventajoso y moralista, o lo que es igual, lo mismo con lo mismo, la costumbre sobre la mera costumbre.

Sí, porque Yoel e Israel intentan abrirse, como casi siempre, a una relectura múltiple que insta a esbozar lo que cada cual es capaz de alcanzar a su manera, no importa cuán avezados o aprendices seamos, cuán soberbios o sencillos luzcamos en ese tamaño intento.

Trastornar la hermosura haciendo que lo negro no siempre sea angustioso, sino más bullicioso, carnaval y agrado, destila como idea entre las tantas figuraciones que dan cuerpo a la composición. Y pudiera seguirse el curso de lo que formula este dueto en su tema Si yo fuera, pero basta con el armónico simbolismo que deja gravitando con tan solo escucharse, para abrirnos a una meditación aupada en la buena fe de entendernos y ayudarnos a ser mejores.

No hay razón para que siempre nos casemos con el acuerdo, el convenio, sin darle paso al desarreglo que también contribuye a construir, diversificar y expresarnos en una multiplicidad más elocuente.

¿Por qué negarnos el legítimo derecho de creer en ese valor otro, casi alternativo, de todo cuanto varía, muta? ¿Por qué proscribir el significado que no es uniforme, ni camisa de fuerza?

¿Acaso la lógica de todos los procesos se explican siempre desde lo ordinario, lo común? ¿No cabría aceptar lo que se contrapone o diferencia como parte del conjunto? ¿Cómo no admitir el sentido de lo imaginativo, lo lúdico, lo quimérico, como la mejor reafirmación de todo lo probable?

Por ello, coincido con estos músicos, artesanos como pocos de la metáfora cantada, cuando, desprovistos del más simple tradicionalismo, enuncian que el techo bien pudiera ser cielo, no porque lo derribemos para mirar mejor las estrellas, sino porque así, con la certeza de lo que se quiere, nos lo propongamos.

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