Ser o aparentar ser. He ahí, en esta sencilla oración —que no es trabalenguas ni juego corrido de palabras—, otra de las dicotomías del hombre en su existencia. Tal dilema, acaso emparentado con el célebre «to be or not to be» de Shakespeare, tiene tanta hondura que resulta imposible ignorarlo en el difícil día a día de las sociedades modernas.
Sin embargo, a diferencia de la disyuntiva planteada por el dramaturgo inglés, en esa entre el ser y el parecer, hay una carga enorme de acertijos que nos conducen inexorablemente a la pugna «rostro versus máscara».
¿Cómo saber cuándo se nos asoma la cara sin artificios y cuándo la careta llena de fingimientos? ¿Cómo vencer, a la larga, la máscara? Quizá esas dos interrogantes resuman la complejidad de la frase del principio y la necesidad del constante escrutinio de nuestra realidad.
Escribo esta introducción casi filosófica porque con una frecuencia mayor de la deseada se choca contra circunstancias que privilegian el empleo de las apariencias por encima de la «verdad verdadera», como dicen algunos por ahí. Y porque en determinados escenarios hay una propensión a edificar la «imagen» a toda costa y a todo costo, aunque la realidad diste de ese retrato prealmidonado.
En esos contextos se fomenta la llamada cultura del simulacro, esa que perniciosamente estimula la mojigatería, la ficción y los ardides; esa que no desnuda los fenómenos tal cuales son y se acostumbra a los disfraces.
Ahora mismo recuerdo el episodio vivido hace unos meses en un organismo público, cuyo vestíbulo estaba poblado de muebles nuevos, construidos con fibras vegetales. Cada vez que alguien intentaba «posarse» en estos, la recepcionista encargada regañaba: «No, no se puede sentar; se rompen». Y ante la obvia pregunta de los regañados, la mujer justificaba: «Se pusieron de adornos; si viene una visita no debe encontrar esto vacío».
Sumo otra anécdota ligada a las visitas y a las ficticias apariencias. Hace unos años, en un organopónico rodeado de edificios viví este absurdo: aunque en los canteros había lechugas aquel miércoles se estaban guardando para el viernes «por una visita».
Claro que la cotidianidad está rodeada de muchos más ejemplos: quienes colocan papeles en las puertas con orientaciones que funcionan como puros cumplidos, quienes engendran planes con actividades fantasmas, quienes elevan números en documentos que luego terminan disgregados en las nubes, quienes clonan informes año tras año.
Al final, la sociedad se erosiona cuando las apariencias apócrifas superan la materialidad o cuando estas se convierten en metas, cuando no existe el convencimiento de que, como decía el filósofo francés Jean-Paul Sartre, «una imagen es un acto y no una cosa».
Por eso, el modelo que erigimos supone la victoria del ser, no del aparentar; pero no podemos confiarnos ni pensar que es una batalla ya ganada, sin laberintos, dificultades ni escollos.