Ahora mismo, Hugo Chávez canta en tiempo de llanera la alegría y el desenfado de las revoluciones, bajo un aguacero de esperanzas. Y se resiste a obedecer tristezas y consternaciones, entre bromas y desafueros verbales.
Guerrero sin tregua este hermano se niega a marcharse y ya está burlando el imposible, abrazado a Simón Bolívar. Terco el muy justiciero de Hugo, que está multiplicándose en el recuerdo y la gratitud de los pobres y menesterosos de Nuestra América, por más emboscadas que le tiendan los mercaderes de la fuerza y el odio.
Juro que lo veo abriéndose paso en un río de pueblo que lo conmina una y otra vez al vórtice de la Historia, más allá de su eventual presidencia. Envuelto en la bandera venezolana, Chávez avanza desde un febrero milagroso por toda la geografía latinoamericana como un Cristo del altiplano andino, las selvas amazónicas y las playas caribeñas. Y va resanando las heridas de tanto sufrimiento, acercándonos a un socialismo distinto y más libertario.
Este hombre no se cansa de vivir. Ahora lo lloramos en Caracas y La Habana, en Quito y Buenos Aires, en el rincón más solitario del Sur. Y él, impredecible, nos sacude con su risa irreverente, mordisqueando el futuro, repartiendo los panes y los peces del amor por encima de todas las barreras y traganíqueles del continente; mientras se escucha: ¡Uh, ah, Chávez no se va!
No es delirio de cronista: siento el sístole y el diástole del corazón inmenso de Hugo, el latido que no se detendrá hasta irrigar de justicia la Gran Patria. Y dicen que le han aplicado la transfusión de un grupo sanguíneo muy singular: los eternos insumisos.