No hubo blandenguería en José Martí y en Ernesto Guevara. Uno y otro, en momentos históricos diferentes, creyeron en el mejoramiento humano y lucharon a favor de esa causa aunque tuvieran que librar la guerra necesaria para avanzar en la conquista de ese sueño milenario.
La pasión martiana creció entre la rabia ante la injusticia y la violencia ejercida contra el negro esclavo y ante el sufrimiento compartido en los días del presidio con los desamparados de la sociedad. Esa memoria dolorosa lo acompañó siempre en cicatrices de la carne y en su anillo de hierro, testimonio perdurable de los grilletes que lo aprisionaron entonces. Por eso, su visión emancipadora de la humanidad, clarividente en lo conceptual, se sustentaba en la continuada observación del comportamiento de los seres humanos, frágiles y vulnerables, capaces sin embargo de levantarse por encima de su endeblez.
Viajero de América, como lo fuera el Che un siglo más tarde, comprendió las debilidades consecuentes de una independencia contrahecha, lastrada todavía por el peso del legado colonial. Pero su mirada atenta se detuvo en los de abajo, indios marginados, trabajadores de la tierra, obreros cubanos del Cayo. En sus diarios y en otros apuntes personales aparecen, como una constante, esas vislumbres sagaces.
Los discursos martianos convocaban a amplios auditorios, pero la palabra personal en sus cartas y en su conversación venció la resistencia de los veteranos del 68, suspicaces ante el joven intelectual de levita oscura, muchas veces amargados por la derrota de la guerra grande. Unió a la emigración como no pudieron hacerlo Céspedes y Francisco Vicente Aguilera, y persuadió en las horas de recorrido en tren desde la Florida hasta Nueva York al gallego antepasado de Luisa Campuzano, recién llegado a América con el propósito de hacer fortuna, hasta comprometer su existencia toda en el empeño por conquistar la independencia de la Isla. Y, sin embargo, nada tenía de iluso José Martí. Percibía las debilidades de sus interlocutores y adivinaba, como le advirtió a Máximo Gómez, la ingratitud probable de los hombres. Sabía que la voluntad de las masas puede mover la historia, a la vez que reconocía en la multitud, el perfil inconfundible de los individuos que la componen.
Es lección martiana vigente considerar que las ideas abstractas, necesarias por abrir perspectivas hacia anchos horizontes, encarnan, enraízan y cobran forma concreta en la conciencia única e irrepetible de cada individuo. En la actualidad, hemos empezado a reconocer la existencia del otro, del diferente, lo cual constituye un paso de avance significativo para el desarrollo de la sociedad. Convertir el concepto de etiqueta entraña el peligro de edificar muros infranqueables y fragmentar en ghetos la vida comunitaria. Es la violencia histórica ejercida por los poderes hegemónicos para afianzar el control mediante la construcción de estamentos incomunicados en razón de nacimiento, raza, creencia, orientación sexual o zonas de privilegio. En una sociedad emancipada, el otro se hace reconocible en cada uno de nosotros en diálogo armónico entre la potencial creatividad de cada uno y el pleno desarrollo de todos. Porque el individualismo, siempre repudiable, constituye la deformación patológica del yo, afirmación básica de toda identidad. Por ese motivo, la acción manipuladora del gran capital exalta el individualismo, a la par que arrasa los valores intrínsecos de la persona con la presencia subyugante y perversa del consumismo y los mass media.
El poder convocante del amor requiere inteligencia permeada de sensibilidad y, sin temer al ridículo, de ternura, la de José Martí en sus cartas a la madre y a María Mantilla, aquella que induce, de manera orgánica, a tender la mano al desvalido y al marginado que bordea un abismo sin fondo. En el año que acaba de iniciarse, al cumplirse 160 años del natalicio del Apóstol, se impone redescubrir, en lo más íntimo de su palabra, la cercanía a la dimensión concreta del ser humano para encontrar allí la clave esencial de su capacidad unitiva. En ese empeño, recomendaría, entre otras muchas cosas, retomar el ensayo de Fina García Marruz sobre el amor como fuerza revolucionaria en José Martí, lamentablemente mal editado en su aparición primera, y recuperar, en función de la contemporaneidad, la pasión fecunda en el modo de contemplar el entorno inmediato.