A la calle Esperanza, de Managua, le nació una tarima, y luego un par de andamios y unos juegos de luces de colores la convirtieron en teatro; teatro a cielo abierto con palcos en balcones y azoteas.
Managua, donde vivo, es una periférica comunidad capitalina alejada unos 20 kilómetros del centro de la ciudad, y hasta allí llegó con su tropa numerosa el cantautor Silvio Rodríguez, a repartir libros y canciones.
A las seis de la tarde, con puntualidad admirable y aunque el público no era todavía una masa compacta —porque llegó a serlo—, Silvio inició su presentación como si conversara con amigos entrañables. Comenzó explicando el origen de este periplo por los barrios menos favorecidos de La Habana, que emprendió vuelo a finales de 2010 y que ya se ha vuelto, como les gusta decir a sus protagonistas, «una gira interminable».
Dos horas y algo más duró este concierto insólito e íntimo, dedicado a quienes saben apreciar el valor de la canción. Hecho en aquel teatro sui géneris, donde se oyeron los acordes de Solo el amor, El mayor, La gota de rocío, El necio, Te doy una canción, y Unicornio, entre otros temas imprescindibles del cantautor.
En constante diálogo con la gente que le aplaudía, le coreaba y le lanzaba de vez en vez: «¡Bravo!», frase que les salía del alma, de esa espiritualidad que Silvio sabe cultivar, sacar a flote.
El cantautor les confesó entonces que no era esta la primera vez que cantaba allí. Ya lo había hecho antes, mientras cumplía el Servicio Militar Activo en Managua, allá por la década de los 60; aunque, como me comentara luego, en un brevísimo intercambio, fue la actuación del viernes último la mejor de todas. «Es cuando más público he tenido», señaló.
El autor de Ojalá quiso seguir revelando esos lazos que lo conectan desde antaño con estos predios, y le dijo al auditorio que fue en esa época cuando comenzó a componer algunas de sus canciones, y muchas de ellas son precisamente «de aquí, de Managua». Y sus palabras causaron una ovación extensa, cerrada, orgullosa.
La noche empezaba a caer cuando el poeta anunció al público una agradable sorpresa que había preparado, y la confirmación estremeció al colectivo: Omara Portuondo, la famosa Diva del Buena Vista Social Club, subió al escenario bajo una llovizna de aplausos para acompañar a Silvio en este acto de amor y creatividad.
¡Omara en Managua! ¡No lo puedo creer! —pensé—, pero tan cierto era como el momento especial que vino después: el estreno junto a Rodríguez del tema Demasiado amor. Luego aconteció en la escena un ocasional e improvisado dúo entre Omara y el pueblo, y fundidos en un solo coro se escucharon temas como Guantanamera o Veinte años.
Al concluir su presentación, con una sencillez innata, la gran Omara se deshizo en agradecimientos para el público, cuando en realidad la gratitud estaba destinada a ella, a su virtuosa voz y a la compenetración franca y espontánea que sabe tejer con todo aquel que la escucha y la aplaude.
Fue en medio de tanto entusiasmo, amenizado por gritos indescifrables, por el alegre alboroto de los niños, por peticiones diversas con nombres de canciones, por las inevitables expresiones de ¡otra, otra!..., que tuve tiempo para pensar en cuestiones de probabilidades: quizá no todos los que disfrutaban de aquel espectáculo único habían pisado las alfombras de un teatro. Pero ese día, Silvio les llevó el concierto a sus casas.
Ese viernes, en la calle Esperanza, de Managua, acercar el arte y la cultura a la comunidad, más que esperanza, fue un hecho. Silvio, cual expedicionario del amor, lo consiguió.