Las huellas de sus pies, marcadas en cal, desaparecen, silenciosas, en las tardes. Un niño camina por senderos extraños. Los dedos se le hunden. El talón no se distingue entre tanto blanco, y las uñas ya no son del color de la carne. El uniforme, que unas mañanas le queda corto y otras, largo en exceso, está húmedo, de sudor, de lágrimas, de sangre. Solo cuando anochece, aparecen, diseminadas en el espacio, diminutas figuras de sal.
Afuera hace frío. El niño Martí no lo percibe. El dolor es más insoportable mientras avanza lenta la noche. La cadena pesa, es como si arrastrara el mundo con su cuerpo, en un solo costado. El sueño se esconde a pesar del cansancio. La luna sube entre los barrotes y va iluminando la roída cárcel y los dolores; luego, amanece.
Los hierros no son amigables, y lo miran como guardias del infierno con ojos raros que, a esa edad, nunca había visto. Los presos aúllan como perros en los rincones, pero nadie los salva, ni ven caer del cielo la comida africana-española-cubana. El niño los mira, callado, piensa en Alighieri y escribe:
«Dante no estuvo en presidio. Si hubiera sentido desplomarse sobre su cerebro las bóvedas oscuras de aquel tormento de la vida, hubiera desistido de pintar su Infierno. Las hubiera copiado, y lo hubiera pintado mejor. (...) El orgullo con que agito estas cadenas, valdrá más que todas mis glorias futuras… ¿A qué hablar de mí mismo, ahora que hablo de sufrimiento, si otros han sufrido más que yo? Cuando otros lloran sangre, ¿qué derecho tengo yo para llorar lágrimas?».
El niño tiene 17 años y ya le pegan un grillete al tobillo. Los pies se trastocan en llagas enormes que amenazaban con devorarlo; por eso arrastra el cuerpo, cuidado y audaz. «Dolor infinito debía ser el único nombre de estas páginas. Dolor infinito, porque el dolor del presidio es el más rudo, el más devastador de los dolores».
Yo vi el grillete mucho tiempo después, en una bóveda a la altura de mis ojos, e imaginé el pie dentro. ¿Qué hice yo a los 17 años?: andar distraída mientras que aquel niño se deshacía en las canteras.
El niño sobrevive a la distancia y las eternidades. Tuvo la fe de «volver ciego, cojo, magullado, herido, al son del palo y la blasfemia, del golpe y del escarnio». El niño regresa con el grillete cuarteado y vuelve a dejar huellas de cal en la sala de la casa. Se tiende debajo del colchón. Tiene 17, pero no lleva en el pecho el número 113. Busca dentro del pantalón, sonríe y me enseña, por primera vez, el canto de unas cadenas rotas al compás de diminutas figuras de sal.