Ahora que lo pienso, nunca le he preguntado a Juana, mi madre, si fui de esos bebés que comenzó con premura a tambalearse mientras buscaba el equilibrio, en ese afán de los niños de querer correr antes de aprender a caminar. Pero sí me dijo que ya en 1967, cuando me desperté al mundo, aquellos cantores que con los años se convirtieron en mis ídolos: Silvio, Pablo, Noel, Sara, Vicente, Amaury, Eduardo..., ya habían comenzado a poblar de poesía nuestra cotidianidad, regalándole sublime belleza incluso a las tristezas.
Quizá porque me siento orgulloso de ser parte del tiempo en que ellos fecundaron una canción distinta, donde hallaba melodías y argumentos también en los avances y caídas de mi vida, en mis amores y desamores, en mis sueños y pesadillas, es que en algún momento impreciso comencé a hacer muy mía la lírica que enarboló el Movimiento de la Nueva Trova, por suerte tan deudora de Sindo, Matamoros, Corona...
Tal vez se deba a que siempre he sentido que ellos, «raptores» eternamente bienvenidos, me arrebatan mis propias canciones. Que era mi musa la que soplaba al oído palabra por palabra la nueva declaración amorosa de Silvio. Que Noel, con su ancho corazón, se me adelantaba dispuesto a perdonarlo todo —excepto aquel beso traicionero. Que Vicente debió dejarme invitar, a mí primero, a que recorrieran mi cuerpo, mis puertas, mis ventanas, porque entonces también era capaz de regalar toda la lluvia de un día gris...
Así, sin saber exactamente cuándo, las infinitas composiciones de la Nueva Trova empezaron a acompañar cada uno de mis pasos por esta tierra. Ocurrió cuando dejé de ser un esclavo del Qué será de mí y El gato en la oscuridad para zambullirme en la única marea en que moriría felizmente ahogado. ¿Por dónde empecé? ¿Por Yolanda? ¿Te doy una canción? No lo sé. ¡Han sido tantas las canciones que acariciaron o enrojecieron mi garganta...!
Ahora mismo me parece ver llegar a mi hermano Marco a la casa. Raudo, buscando retener en su memoria los acordes que había acabado de aprender. Y admirarlo mientras comenzaba a mover con agilidad sus dedos para intentar repetir lo más cercano posible a la realidad la complejidad musical de Mis 22 años. Muy extraña se me presentó entonces esta creación rebosante de elementos novedosos y rompimientos, que llegó como legado de un filin que arrebata en una Habana que aún no conocía.
Algo había pasado con mi generación, que se había desentendido de Longina, Perla Marina, Mercedes, Veinte años... (bueno, tampoco se bailaba mambo y mucho menos danzón, igual que ahora), y solo estaba pendiente de José José, Julio Iglesias, Leo Dan... Entonces trovar no estaba de moda. La furia llegó con la Nueva Trova. Y de repente, todos queríamos ser diestros con la guitarra y escribir letras inteligentes...
De esa época recuerdo la canción que le dedicamos a Fausto para emocionarlo después que abrazara a su querida Malvina, a su regreso de Angola. Antes, creo que sin ser muy consciente de ello, el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC, con el maestro Brouwer al frente, me iba ganando, mientras se concebían las bandas sonoras de las películas cubanas que me fueron llenando de imágenes imborrables.
Cuarenta años cumplirá en el 2012 el Movimiento de la Nueva Trova. Ese que tuvo en Casa de las Américas su mejor guarida y encontró el abrazo cálido y fuerte de Haydée Santamaría, de Alfredo Guevara. El mismo que también nos llenó de luz al ponernos en contacto con Violeta Parra, Daniel Viglietti, Chico Buarque, Vinicius de Moraes, Milton do Nascimento, Víctor Jara, Peter Seeger...
¿Y por qué esta confesión de amor incurable a estas alturas?, se preguntará el amigo lector. Y tendría que responderle que me invade la misma angustia del enamorado imposibilitado de precisar la fecha de ese beso que perdura más allá del momento en que los labios se unen.
Por un instante me sentí infiel al no poderle responder a un amigo cuándo fue el día en que nació el Movimiento de la Nueva Trova. Él me asegura que un 19 de noviembre, como este sábado, mientras todo apunta a un 2 de diciembre. «¡Y te dices incondicional!», me ataca; pero no me dejo provocar y le doy unas palmaditas, porque sé que los buenos amantes siempre se perdonan los «olvidos».