En un país que se perfila con rectitud para tocar de modo inaplazable y progresivo los puertos seguros de la eficiencia y la racionalidad económicas, quienes lo habitamos estamos llamados a generar colectivamente un pensamiento dinamizador desde nuestras propias urgencias, que lejos de profundas abstracciones se haga acompañar cada día de acciones confirmatorias.
Y digo confirmatorias porque la coherencia, la inevitable coherencia entre eso que se sabe necesario y lo que podemos hacer para alcanzarlo, no debe relegarse ni concebirse con un papel de segundón, sino como pieza clave, espíritu y letra que en su carácter recíproco y complementario ayude a descubrir las guías más certeras y eficaces en estos tiempos.
Tendidas sobre los ejes reflexivos que desata cotidianamente el entramado social cubano, traigo estas ideas a propósito de celebrarse este siete de noviembre los 50 años de la creación de la Unión de Empresas de Recuperación de Materias Primas, una iniciativa que desde entonces, aupada por el sentido visionario del Che, hizo explicable la importancia de cimentar la sensatez en términos económicos y el óptimo manejo de los recursos como principios esenciales de una nación marcada por vaivenes y complejidades desde sus horas fundacionales.
Sustentaba el Che que la captación y recogida de materias primas no podía dejarse únicamente a la espontaneidad y al criterio voluntarista del ser social, sino que demandaba un proceso organizado y provisto de condiciones en las fábricas para no botar al por mayor, y recoger los desechos, de modo que aquello que había cumplido ya una función primaria se rescatara otra vez.
Para él, la reconsideración de dichas materias, una práctica bien extendida a nivel internacional, podía vincularse decisivamente al ahorro, la sustitución de importaciones, el aporte de recursos exportables, el desarrollo de la industria nacional y la creación de nuevos empleos, así como a la conservación de la higiene, la preservación de la salud y la lucha por detener la contaminación ambiental.
Muchos residuos tardan decenas de años, incluso siglos en degradarse, por lo que si se reducen sus volúmenes se protege más el medio en que vivimos, y a su vez se preservan los recursos naturales y se logra disminuir los costos asociados a la producción de nuevos bienes.
Pero poco pudiera alcanzarse si no se aprovechan de modo armónico los espacios institucionales del país para promover con una marcada proyección educativa una cultura del reciclaje, que nos instruya en la necesidad de ser copartícipes permanentes del ahorro, y devenga gestora de una conciencia colectiva, en un contexto donde la utilidad y la constante inquietud por lo racional apuntan a que nada sobra.
Intuyo que a veces solo se le deja a la escuela y al barrio esa intención manifiesta de adiestrar en recoger lo que va quedando en nuestro radio de acción, sin apostar por el aporte mayúsculo que, apartado de consignas y movilizaciones de un día, debiera implicar a la sociedad toda, como acto común y útil al que hemos de asistir por igual desde el campesino hasta el estudiante, desde el cuentapropista hasta la federada, desde el pionero hasta el abuelo.