Hace unos días una amiga me comentaba, a modo de chiste: «Al paso que van las cosas pronto no quedarán hombres en la Tierra para casarse». Aunque la ironía es fuerte, en los tiempos que corren, debería ser otra la preocupación, y esta vez sin nada de bromas: entre tantos egoísmos, prejuicios y deslealtades, lo que parece faltará será el amor.
El punto es que temo que en pocos años, si las circunstancias siguen tan complejas —y aludo ahora al viejo pensamiento marxista de que el hombre piensa como vive—, si las sociedades siguen tornándose más violentas y la lucha del hombre contra el propio hombre por divergencias, riquezas, temor a reconocer errores, miedo a emprender nuevos caminos, se hace tan caótica, tal vez dejarán de existir los seres humanos.
Prefiero pensar que nos proclamaremos contra el odio que algunos alimentan y padecen hacia sus semejantes, sin distinguir preferencias sexuales, en una especie de cruzada a muerte contra el homo sapiens.
Tal vez les resulte alocada la interpretación del asunto, y algunos hasta se sientan insultados por la analogía, pero es que en medio de tantas fragmentaciones y clasificaciones creo que se hace impostergable dejar a un lado las diferencias, para centrarnos en todas las buenas esencias, tan íntimas como la sexualidad, que nos pueden unir.
Quiero aclarar que no soy de las que gusta hacer una tormenta en un vaso de agua, y si hay que ver una copa a la mitad, prefiero percibirla medio llena y no medio vacía. Pero no puedo negar la incertidumbre al observar cuán frecuentes se han vuelto ciertas actitudes y sentimientos negativos.
Mi «tormenta» de ideas me lleva a pensar en qué pasará si siguen reproduciéndose a nuestro alrededor determinadas escenas «dantescas» que superan la cotización del dólar o el yen. Lidiar con a quienes les pesa atender a un anciano, y se niegan a darle un aventón a una madre con su pequeño en brazos, pues se sienten Zeus, en otro Olimpo, olvidando que todos pertenecemos al mismo suelo, y que seremos polvo en el mismo viento.
La enumeración no sería corta, y antes de seguir ensanchándola, preferiría convocar a un instante de autorreflexión con ese «mí mismo» que todos miramos al espejo cada mañana, algunos orgullosos, soñadores, y otros, desgraciadamente, egoístas y mezquinos, en ausencia total de ese sentido bello y humano que deberíamos enraizar para poder colocarnos en el lugar del otro, para ayudarle y respetarle.
Justamente esa debería ser la premisa para los tiempos venideros. Un modelo de hombre o mujer que no olvide lo esencial: el amor, el unido latir del alma y de la vida.