Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Las vidas que tengo

Autor:

Alina Perera Robbio

«Mamá, ¿cuántas vidas tengo?», indaga Elena con sus cuatro años, y así me deja desamparada ante la inmensidad de la pregunta. Respondo que solo una. Y ella vuelve a la carga para que yo recale en la isla de la perplejidad: «¿Y se acaba?». Digo «sí»; no puedo mentirle, e intento enmendar el asunto de la mejor manera:

—Pero la tuya está empezando.

—¿Y tú?, insiste.

—La mía va por la mitad…

Es una historia real, tan insondable, que no hubiera sabido inventarla. A veces comento en tono de broma que esa precocidad, de la cual suelen hablar últimamente otros padres, tiene sus orígenes en las pastillas prenatales y en cuantos cuidados recibí durante el embarazo. Pero a lo que iba: en instantes como el que acabo de compartir, descansan las verdades de la existencia.

Diría que esas son circunstancias «redondas», perfectas, por las cuales vale la pena todo sacrificio, incluso la sensación de estar crucificada por una responsabilidad que casi anula mis espacios más íntimos, mis tiempos, y la satisfacción de ciertos caprichos como cobijarme entre sábanas hasta las diez de la mañana.

Hay una frase tremenda según la cual, así como tener un piano en casa no nos hace de por sí pianistas, traer una criatura al mundo no nos convierte automáticamente en madres o padres. Es esa una condición ardua y angustiosa, enorme, a merecer en el bregar de un día al otro, y que por eso también pueden ostentar quienes no han tenido la experiencia biológica de dar a luz.

Mi primer choque con el rigor de la maternidad fue cuando, después de estar 22 horas esforzándome por parir a Adriana, mi primogénita, una vez que la miré tan tranquila y linda en el cunero dije exhalando un suspiro: «Ahora voy a dormir…». Entonces la niña rompió a llorar por hambre, y sentí que, aunque no tenía fuerzas, tampoco tenía derecho a una pausa.

Desde ese instante, y con el paso de los años, he comprendido lo heroico que la maternidad entraña, y he tenido que recordar mucho la idea de una tía multípara, quien proponía cuando alguien se quejaba de flaquezas frente a ella: «¿No puedes contigo?: sostenme a mí…». Es decir, saca energías de donde no las tengas…

Lo tremendo, lo que nos hace perder el sueño, es la certeza de que ese recién nacido es un ser al que habremos de ir «llenando» con nociones, rutinas y sentimientos, en nuestro afán porque sea una persona de bien. Es una comunicación donde una termina evaluándose a sí misma como espejo al que se asoman, con rigor implacable, quienes van creciendo a nuestra imagen y semejanza.

Nos esforzamos hasta el denuedo, pensando muchas veces que los retoños perciben la mitad de lo que en realidad alcanzan a ver. Y una mañana, en un instante, nos quedamos boquiabiertas: «mamá, ¿por qué te pones siempre la misma blusa para llevarme al círculo (infantil)?» o «¿Por qué estás brava?».

Pensamos que en tanto frágiles y necesitados de protección, ellos resultan fáciles de manipular y vapulear. Pero nos seguimos equivocando, pues ganan sus propios espacios a gran velocidad, y aprenden muy pronto de nosotros, más por lo que hacemos que por lo que decimos. Y en cuanto pueden expresarse, son ellos nuestros jueces más imparciales: sus valoraciones están signadas por puro amor.

Los hijos nos van marcando el tiempo. Y nos obligan a crecer por dentro —sería triste envejecer indignamente ante sus ojos—. Por ellos encendemos un candil que no descansa hasta el final del camino; y por ellos pasamos abruptamente del festín adolescente a la convicción de tener que alistarnos para dar y proteger. Es un desvelo que conduce a premios innombrables: ¿Cuánto valdrá, por ejemplo, la mirada curiosa de una hija que busca en nosotras, como se busca en un mapa, las rutas de todos los encantos y las esperanzas?

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