Solo dos salidas baraja Occidente para acabar la guerra que lanzaron contra el Gobierno de Muammar al-Gaddafi: matar al líder libio o el despliegue de tropas terrestres para poder concretar el viejo sueño de derrocarlo. Dejar a los opositores armados a su suerte después que tanta cuerda le dieron y renunciar a Libia, sería una gran derrota.
Acabar con Gaddafi, que en un inicio podía parecer pan comido para Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, se ha vuelto un objetivo muy difícil. Hasta los propios jerarcas del Pentágono, no dados a reconocer derrotas, hablan de un conflicto estancado militarmente. Constantes bombardeos, sanciones económicas, embargo de armas, apoyo político y financiero al opositor Consejo Nacional de Transición… no parecen ser suficientes para terminar de estrangular al Gobierno, aunque le ha propinado duros golpes que favorecieron las deserciones de algunos jefes militares.
Gaddafi y sus seguidores aún resisten. Los pocos años de luna de miel (2003-2010) con Occidente, luego de décadas de tensión, le permitieron a Libia fortalecer su capacidad de defensa con millonarias compras de armamentos a los mismos que siempre le han tenido muchas ganas. El líder también tiene apoyo interno, en el que ha influido la certeza de que el país se encuentra ante una agresión externa de potencias imperialistas.
Washington, París, Londres y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) están conscientes de que sin sus bombardeos, los rebeldes no hubieran llegado tan lejos. No por gusto la resolución 1973 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, excedida por los ataques a Libia, se aprobó de manera apresurada cuando las tropas de Gaddafi ya habían recuperado muchas ciudades y se encontraban a las puertas de Bengazi.
Pocas opciones le quedan a Occidente para salir victorioso del pantano en el que se ha metido. Ya han tratado de asesinar a Gaddafi dos veces en pocos días. Con precisión quirúrgica, los aviones de la OTAN lanzaron sus misiles contra un edificio desde donde aquel dirige las operaciones de las fuerzas gubernamentales.
La alianza aseguró que Gaddafi no era el objetivo del ataque, y que tan solo pretendían destruir ese centro de comando. Pero las justificaciones, por supuesto, se quedaron cojas: la OTAN sabía que Gaddafi debía estar allí. Por su parte, el secretario de Defensa norteamericano Robert Gates y su par británico Liam Fox, ni siquiera se esforzaron en mentir, y catalogaron la operación como legítima, dejando bien claro que todas las instalaciones del Gobierno están en riesgo. Unos días después los aliados bombardearon el complejo residencial de Gaddafi y mataron a uno de sus hijos y tres nietos.
Si los intentos de asesinato continúan fallando, una intervención terrestre parece la otra buena salida para Occidente. Ya la OTAN está buscando una nueva resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que le permita el despliegue de tropas para combatir en el terreno, pues los bombardeos no les son suficientes.
Aunque hay contradicciones, esa posibilidad ya se encuentra en el horno. Solo falta que las potencias limen sus diferencias. Por el momento Washington se ha mostrado reacio a esa idea que sí apoyan Francia, Italia y otros aliados. Sin embargo, EE.UU. pudiese cambiar de parecer, pues al inicio del conflicto dijo que no iban a involucrarse, y después…
También, ahora Rusia y China, que no ejercieron su derecho al veto cuando se aprobó la 1973, han criticado a sus colegas del Consejo por excederse en sus acciones, y rechazan una intervención terrestre.