Cuando, a inicios de mayo de 1961, el pintor daba los primeros trazos de lo que hoy es ya una obra emblemática para Cuba y el mundo, cuentan que el «modelo» estaba un poco inquieto. Según el artista, Fidel no se mantuvo tranquilo un minuto, cosa común en él, como exprimiendo cada fracción de tiempo para aprovecharla cual si fuera la última.
Por esos años, con la convulsa situación política y económica, y pese a no haber alcanzado aún sus fundamentales objetivos, la naciente Revolución tenía como premisa fraternizar con todo el orbe y en especial con los pueblos de América Latina.
Era en la dirección del Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos (ICAP) donde se tramitaban las entrevistas con el líder cubano solicitadas por los numerosos visitantes extranjeros.
Quizá por ello fue la terraza del ICAP el sitio ideal para realizar la obra aquel sábado de primavera. La mansión señorial no pudo ser más apropiada para la faena. Su ubicación y las características del inmueble ratificaban la oportuna elección. Pero sin lugar a dudas la decisión trascendental fue plantar el caballete en el centro promotor de la solidaridad y la amistad con los pueblos del mundo.
Tal vez la propia Celia convenció al Comandante para que regalara algunos minutos de su tiempo posando para un pintor extranjero.
Dicen que entró sonriente, dando pasos de gigante, tan largos como pausados. Me lo imagino preguntando como siempre, indagando sobre cada detalle, procesando toda la información posible. Y conversando con el pintor, llevándolo a bajar el pincel para inmiscuirse en esa plática seductora y mágica que solo él sabe inducir, para después, sonriente, «culparlo» por la demora diciendo que así ni en años acabarían. Hay mañas tan bellas como tremendas.
¿Como habrá podido Oswaldo Guayasamín retener esa vitalidad huracanada y dejar en el lienzo al hombre inmóvil? Quizá cuando comprendió que Fidel era eso, un torbellino indetenible de ideas y despertar, pudo al fin tranquilizar la tela y aplacar al óleo.
Así nos dejó aquel dibujo de rasgos fuertes y precisos, espíritu de guerrillero, líder, amigo, hecho de noche en una terraza bajo un torrente contagioso de preguntas y explicaciones de ambos lados. Porque con Fidel no te puedes quedar callado aunque lo intentes.
Según Guayasamín, cada vez que pintaba absorbía el alma del retratado, aunque afirmaba que eso era imposible con Fidel. Claro que es difícil «llevarse» algo de un hombre como ese. Pero su alma en especial no creo que quepa en ningún saco, no hay espacio en la Tierra para guardar tal tesoro, y Guayasamín lo supo desde el inicio. Tal vez después de varios intentos pueda, pensó.
Por eso le echó el ojo nuevamente a la figura del Comandante en 1981, cuando este tenía 55 años de edad. Luego volvió a la carga en 1986, al cumplir nuestro histórico líder 60 años, y por última vez en 1996, en ocasión de su cumpleaños 70. Cuatro emblemáticos retratos. Pero nunca pudo llevarse el tesoro que «robaba» de todo hombre que pintaba.
Ahora, a 50 años de aquel trascendental suceso, de ese intercambio de brochazos ineludibles y necesarios, reflexiones, risas, y amistad eterna, recuerdo y pinto también a Fidel en mi memoria, no con la magia de Guayasamín sino con el amor de cada cubano hacia él, inquieto y genial. Planto mi caballete, preparo el bastidor y exprimo al máximo cada gota de óleo para dejar mi impronta, recordando siempre el legado del maestro ecuatoriano y tratando de «robar» también el alma de ese cubano inmortal. Aunque también, como Guayasamín, fracase en el intento.