Sentado en un banco a la entrada de su garaje, espera Ramón la llegada de algún cliente. Para el transeúnte que cruza frente al portón, apenas resulta perceptible su figura por lo inmóvil que permanece en su asiento. Los de más tiempo en el barrio dicen que ha sido así toda la vida. Un viejo radio de marca ya indescifrable anima las horas del lugar con el programa de turno, mientras el olor del ambiente varía según las necesidades del último usuario.
Si aparece alguien —como mi amigo y yo en aquella tarde de marzo—, el anciano yergue su cuerpo con la parsimonia propia de la edad y se dispone a servirle. Seguidamente pide que ponga su producto en la boca de un gran embudo de hierro, otrora de color verde, para ser procesado. Con una total maestría el anciano verifica el borde de la máquina y presiona el botón de arranque. El agudo sonido del motor obliga a alzar la voz para continuar conversando mientras el molino hace su tarea.
Ramón sostiene en cada mano un pedazo de metal como ayuda para dosificar la cantidad de material que engullirá el equipo. Ante la pregunta de por qué es necesario usarlos constantemente, responde que si no lo hace la máquina se le ahoga. «Eso sería un problema grave; me costaría mucho trabajo destrabar el enredo», dice con ironía. Mi silencio y un rápido «claro» por parte de mi amigo cortan el tema, pero no evitan que me sonroje, aunque me hayan advertido que Ramón es ciego.
Ronroneante, la máquina continúa su trabajo. Conversamos sobre la pelota, la necesidad de que llueva y cuanto tema se nos ocurre. En una esquina, casi indescifrable por el polvo que la cubre, adivino la licencia que lo acredita como molinero. Quise ofrecerme para limpiársela, pero temí una negativa de parte de aquel autonomísimo anciano y reprimí mi impulso.
Ramón palpa la parte superior del embudo y nota cómo los mendrugos de pan seco aún se mantienen casi al nivel superior. Acciona con rapidez los pedazos de metal y la masa comienza a ceder. Un olor dulzón embriaga los sentidos y noto cómo, por un costado del equipo, un fino polvillo se extiende descontrolado.
En medio del ruido ensordecedor del molino, comento a mi amigo sobre una posible fuga de la mercancía, pero me explica que ese es un necesario respiradero. Ramón asiente y agrega con una sonrisa que esa máquina es tan vieja como él.
Una vez concluida la faena, el molinero apaga la máquina apretando el mismo botón que la puso en marcha. Para mis adentros sopeso la posibilidad de que aún haya algo de luz en sus ojos. A fin de cuentas, ni siquiera palpó para buscar el botón.
Con presteza, el anciano abre la portezuela y extrae un herrumbroso tanque de hierro. En el fondo yace el pan molido. «No es mucho lo que rindió este pan», comenta Ramón, y entonces no tengo dudas. Seguro ve, si no ¿cómo sabe lo que hay en el tanque? Mi imprudencia traduce mi pensamiento en palabras, y enseguida obtengo respuesta: «Sencillo compadre, el tanque pesa casi lo mismo que cuando está vacío».
Con la cara a punto de tocar el suelo por mi insensatez, pago por el servicio y me despido lo más cortésmente posible. Espero que Ramón no note en mis palabras el color rojo que me invade las mejillas.