«El único que no puede perder es el Estado», decía el funcionario como quien eleva a los elementos una plegaria divina. Al otro lado del auditorio las caras parecían un «poema». Aquellos rostros dibujaban una pregunta desafiante: Si el único que no puede perder es el Estado ¿A quién le corresponde hacerlo entonces, a nosotros?
No es una historia inventada. Tampoco el de aquel directivo es un argumento pasajero en la Cuba que reajusta el rumbo de su vocación socialista.
No faltan quienes, para intentar defender las rectificaciones y transformaciones actuales, levantan con sus discursos un extraño muro entre los intereses de los trabajadores y los ciudadanos con los del Estado que estos eligieron para representar la soberanía de sus intereses y los de su país.
Coincidiremos en que resulta una seña difusa e inquietante en tiempos en que reconfiguramos los alcances y papeles del Estado. Nuestro debate nacional incluye, entre otros dilemas, cuál debería ser el cuerpo exacto y la función de esa institución, cuyo origen y atribuciones fueron analizados por numerosos estudiosos del socialismo, desde Carlos Marx y Federico Engels, autor este último de un texto emblemático como El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, hasta nuestros días.
Lo cierto es que la teoría y la práctica socialistas han tenido en esa interrogante una prueba de generaciones. La coincidencia es que este es un instrumento de dominio y poder desde que las sociedades se dividieron en clases.
Los revolucionarios lo usaríamos en la fase de transición hacia el comunismo —donde desaparecería. En nuestro caso, como instrumento de las mayorías trabajadoras frente a la subversión burguesa. Lenin delineó su teoría de la dictadura del proletariado; mientras Antonio Gramsci concibió la compleja concepción de la hegemonía, ofreciéndole al Estado proletario connotaciones educativas e ideológicas superestructurales.
El fundador del primer Estado de obreros y campesinos y autor de un texto trascendental como El Estado y la revolución, dedicó energías intelectuales sustanciales a este asunto que consideró decisorio.
Durante una conferencia pronunciada en la Universidad Sverdlov, el 11 de julio de 1919, Vladimir I. Lenin reconoció que el tema del Estado es uno de los más complicados y difíciles, y tal vez aquel en el que más confusión han sembrado los eruditos, escritores y filósofos burgueses.
«Porque es un problema tan fundamental, tan básico en toda política y porque, no solo en tiempos tan turbulentos y revolucionarios como los que vivimos, sino incluso en los más pacíficos, se encontrarán con él todos los días… a propósito de cualquier asunto económico o político… Todos los días, por uno u otro motivo, volverán ustedes a la pregunta: ¿qué es el Estado, cuál es su naturaleza, cuál es su significación?».
Semejantes cuestionamientos saltaron del invierno ruso a la calidez caribeña, a bordo de la tropicalizada Revolución Cubana, primer intento de levantar una experiencia socialista en el hemisferio occidental.
También desde los primeros días este proceso fue perseguido por el «fantasma» del tipo de Estado sobre el cual se estructuraría, y la forma en que se relacionaría con el resto de las instituciones y los ciudadanos.
Ernesto Che Guevara debió responder desde el temprano 1965 a la provocación, en un documento que nos queda entre las más lúcidas de sus meditaciones.
En carta a Carlos Quijano, editor del semanario uruguayo Marcha, el Che admitió que es común escuchar de boca de los voceros capitalistas, como un argumento en la lucha ideológica contra el socialismo, la afirmación de que este sistema social o el período de construcción del socialismo al que estamos nosotros abocados, se caracteriza por la abolición del individuo en aras del Estado.
En la misiva apunta, entre otras consideraciones, la siguiente: «Esta institucionalidad de la Revolución todavía no se ha logrado. Buscamos algo nuevo que permita la perfecta identificación entre el Gobierno y la comunidad en su conjunto, ajustada a las condiciones peculiares de la construcción del socialismo y huyendo al máximo de los lugares comunes de la democracia burguesa, trasplantados a la sociedad en formación… Se han hecho algunas experiencias dedicadas a crear paulatinamente la institucionalización de la Revolución, pero sin demasiada prisa. El freno mayor que hemos tenido ha sido el miedo a que cualquier aspecto formal nos separe de las masas y del individuo, nos haga perder de vista la última y más importante ambición revolucionaria que es ver al hombre liberado de su enajenación».
Es como si el Apóstol de Cuba habitara de principio a fin en esa sentencia del Guerrillero Heroico. Porque para José Martí: La patria es dicha de todos, y dolor de todos, y cielo para todos, y no feudo ni capellanía de nadie…